¿Es viable el Estado del Bienestar en la globalización?

Por Juan Torres López – Consejo Científico de ATTAC España. Publicado en Gaceta Sindical. Reflexión y debate, nº 15, diciembre 2010
Uno de los mitos que más profundamente han calado en la opinión pública e incluso en una parte considerable de la literatura académica es que las estructuras de bienestar, los sistemas de protección social y los equilibrios en la distribución de la renta propios del llamado Estado de Bienestar no son compatibles con la globalización de nuestra época, lo que lleva a considerar que el mantenimiento de este último es inviable.

Para justificar esta idea se argumenta generalmente con tres tipos de razones.

En primer lugar se afirma que el gasto, los incentivos, la intervención estatal y la regulación que conlleva el Estado de Bienestar suponen un impacto muy negativo sobre la productividad y por tanto sobre la competitividad de las naciones.

En segundo lugar, se considera que concretamente las cargas fiscales necesarias para financiarlo son excesivas y que además suponen la expulsión del capital inversor privado, lo que a la postre llevaría consigo menor provisión de bienes y más ineficiencia en la asignación de los recursos.

Finalmente, la inviabilidad del Estado de Bienestar se justifica afirmando que se pueden logar mejores resultados de provisión y calidad si se deja que sea el mercado y la iniciativa privada quienes provean los bienes y servicios de bienestar, por lo que sería innecesario mantener una estructura estatal dedicada a suministrarlos.

La realidad que se ha podido percibir en los últimos años de fuerte internacionalización y extraordinaria liberalización de los intercambios en todo el mundo es que efectivamente esto último ha venido de la mano de unacrisis indudable, cuando no de una casi completa desaparición, del Estado de Bienestar tradicional. Así que la asociación entre ambos fenómenos (globalización e inviabilidad del Estado de Bienestar) parece que es inevitable.
En mi opinión, sin embargo, asumir esta asociación como inevitable y concluir que el mayor desenvolvimiento de las actividades económicas a escala global ha de llevar inexorablemente consigo una pérdida de bienestar, y más concretamente, la necesidad de renunciar a la mínima protección que puede proporcionar el Estado de Bienestar, es el resultado de un razonamiento erróneo que, además, no tiene contrastación empírica.

Por un lado, esa afirmación implica dar como inmutable el actual orden de cosas, suponer que el modo en que actualmente se regulan y gobiernan los fenómenos sociales no tiene alternativa ni puede funcionar de otro modo. Es decir, plantear los problemas sociales como si estos se presentaran siempre dentro de unos mismos valores de un constante eje de coordenadas. Algo muy al uso en el pensamiento económico y social dominante pero que contrasta claramente con lo que las evidencias históricas nos indican que ocurre. Como señalaré enseguida, en realidad no existe incompatibilidad entre globalización y bienestar, sino entre un tipo específico (neoliberal) de globalización y las pautas muy desiguales de distribución de la renta y la riqueza que comporta que no permiten financiar niveles mínimos de protección y bienestar colectivo.

La idea de que la provisión o gestión privada de bienes como la salud, la educación o el ahorro es más eficiente que la pública constituye uno de los grandes ejes seculares del debate económico y se puede mantener sobre ello cualquier tipo de postura pero si algo se puede afirmar con certeza es que no hay, y seguramente nunca pueda haberla, una contratación definitiva de esa idea que permita sostenerla como una verdad científica indubitada. Es más, incluso si pudiera demostrarse, que no se puede, que la provisión privada es más eficiente o de mejor calidad que la pública, al considerar que una gran parte de la población está sujeta a una restricción en la disposición de rentas, habría que concluir que, como efectivamente ocurre realmente allí donde se da la provisión privada, se deja a una parte de la población sin acceso a los bienes y servicios.

Como tampoco se ha podido demostrar fehacientemente el efecto expulsión de la inversión que supuestamente puede producir el gasto público en bienestar social. Más bien podría afirmarse que lo que ocurre es justamente lo contrario puesto que el capital privado necesita inevitablemente una dotación adecuada de capital social (y dentro de él el destinado al bienestar) para poder ser rentable.

La idea más directamente encaminada a mostrar que el Estado de Bienestar es una carga demasiado pesada para poder competir en escenarios globalizados también es bastante discutible si se considera que los países que tienen sistema de bienestar más avanzados se encuentran entre los más competitivos del mundo según elGlobal Competitiveness Index, lo que indica que se puede competir incluso en los términos del propio mercado capitalista actual manteniendo al mismo tiempo altos estándares de protección social.

Pero si bien es cierto que los países que aún tienen un Estado de Bienestar más avanzado pueden competir perfectamente con los demás, no lo es menos que en las condiciones en que hoy día se enmarcan las relaciones económicas internacionales eso se hace cada vez más difícil. Lo que ocurre es que el razonamiento se invierte para poder justificar que se destinen cada vez menos recursos al bienestar social. Se afirma que estos son los que frenan el crecimiento y el avance económico cuando es justamente al revés: es el modo en que se organizan las relaciones económicas lo que disminuye el bienestar y dificulta la satisfacción de las necesidades colectivas.

Las evidentes dificultades que hoy día encuentran los gobiernos para poner en marcha políticas de bienestar derivan igualmente de las condiciones que se han impuesto en el modo neoliberal de organizar las relaciones globales y no al revés. Entre ellas las más determinantes son las siguientes:

- El régimen de plena libertad de movimientos del capital que hace que los gobiernos vean casi completamente reducida su capacidad de maniobra para llevar a cabo las políticas redistributivas que permitieran los pactos o equilibrios de rentas que son intrínsecos y consustanciales al Estado del Bienestar. Si las llevan a cabo, estableciendo cargas impositivas que no privilegien al capital, éste se deslocaliza, desplazándose a territorios más favorables desde este punto de vista gracias a las nuevas condiciones de movilidad que proporciona el no-orden institucional del actual marco de relaciones económicas internacionales.
- La renuncia a establecer mecanismos o instrumentos redistributivos (principalmente fiscales) a escala global que permitieran compensar o complementar la acción de los gobiernos nacionales en este campo.
- El predominio de políticas deflacionistas que deprimen la actividad económica, y que necesariamente implican reducir el potencial de crecimiento de las economías limitando, en consecuencia, las posibilidades de creación de empleos.
- La generalización de mercados de trabajo que, en lugar de ser la fuente de la socialización en el bienestar (garantizado salarios de suficiencia, acceso a los derechos sociales universales, la creación de amplias redes familiares y sociales,… como en la etapa fordista) son precarios, origen de grandes desigualdades e incluso de un nuevo tipo de grave exclusión social.
- La imposibilidad, en las anteriores condiciones, de originar o generar el consenso en el espacio de la mercancía (del empleo y del consumo) para pasar a convertir en mercancía la generación del consenso en el espacio del ocio o no trabajo mediante la sumisión y la aceptación del orden establecido.
- Una renuncia efectiva al Estado, a la política y a la consideración del espacio colectivo (que es el propio del bienestar cuando las personas se reconocen como seres sociales más que como simples individuos) como ejes de la acción social, para convertir al mercado en su centro omnipresente.

El resultado de estas condiciones productivas y de regulación social es que resulta imposible mantener el equilibrio distributivo en que se había basado el Estado de Bienestar porque están establecidas precisamente para imponer una pauta de reparto estrictamente favorable al capital, como se demuestra de un modo palmario en los resultados que han producido en la balanza entre salarios y rentas del capital en los últimos años que refleja la Gráfica 1
La realidad, por tanto, es que el tipo de organización socioeconómica de nuestro tiempo, el tipo específico de globalización dominante basada en la desigualdad, en el privilegio de las relaciones de mercado y en la plena libertad de movimientos del capital, es lo que hace inviable la extensión de los sistemas de bienestar social porque estos lógicamente requieren recursos que implicarían una merma sustancial del excedente que ahora se apropian en mucha mayor medida que en otras épocas los propietarios de capital.

El discurso al uso consiste en dar por inamovible la forma de globalización para sacrificar el bienestar aduciendo falsamente que ésta es incompatible con cualquier tipo de (inevitable) globalización. Un argumento incorrecto porque lo que, por el contrario, habría que plantear en primer lugar serían las exigencias de bienestar que habría que garantizar en todo el mundo para que la población pudiera satisfacer sus necesidades y a partir de ahí determinar los procesos que podrían garantizarla.

En lugar de eso, lo que se hace es establecer como prioridad un reparto muy desigual de los ingreso y la riqueza y tratar de presentar a las condiciones que lo garantizan como si fueran las que realmente convienen al conjunto de la población porque, además, son las únicas que pueden alcanzarse.

La globalización de nuestra época constituye efectivamente un avance histórico quizá sin precedentes en el uso de recursos tecnológicos y de puesta en común y extensión internacional de la vida económica y social pero no se puede olvidar que, como todo régimen de relaciones económicas implica, sobre todo, un modelo de reparto de la riqueza que en realidad es el resultado del equilibrio de poderes existente en un momento dado. Y éste viene determinado políticamente, en virtud de la correlación de fuerzas existente en un momento dado en las sociedades.

No hay ninguna razón de tipo económico que establezca que los propietarios de capital han de disfrutar cada vez de más ingresos en perjuicio de los trabajadores, o que éstos han de trabajar cada vez más horas y en peores condiciones para que los primeros puedan seguir acumulando sin freno. No son razones de tipo económico las que llevan a privatizar la provisión de servicios colectivos, a reducir las pensiones o a bajar los salarios sino que todo ello es la consecuencia del equilibrio de poder existente en cada momento en la sociedad.

Como tampoco son razones económicas las que justifican que la regulación de la vida económica sea de un modo u otro, proporcionando más o menos libertad de actuación a los distintos sujetos.

En las condiciones hoy día imperantes es muy difícil por no decir imposible que se sostengan los Estados de Bienestar porque incluso a las economías más avanzadas que aún pueden ser competitivas manteniéndolos les resulta cada vez más oneroso. Pero si eso ocurre es porque son incompatibles con la pauta distributiva que se quiere imponer y no con un sistema eficiente de provisión de recursos.

En contra de lo que se quiere hacer creer, lo que hace al trabajo más productivo son los salarios suficientes y las condiciones laborales decentes, la segura disposición de protección social y el bienestar generalizado. Por el contrario, la competitividad que se ha generalizado en los últimos decenios a través de los salarios bajos, de la precariedad en el trabajo y la inseguridad generalizada responde a una lógica que concentra mucho la renta y la riqueza en cada vez grupos más pequeños de la población pero a la larga generalizadamente empobrecedora.

La aplicación de las políticas neoliberales que ha llevado consigo la disminución de los gastos sociales y el debilitamiento del Estado de Bienestar en los últimos tres decenios han reducido el ritmo de producción de bienes y servicios y las responsables de que el capitalismo se haya convertido en realidad en un auténtico sistema de producción de escasez.

Estas políticas han provocado una disminución de los ritmos de crecimiento de la actividad económica incluso medidos a través del PIB. En el periodo de políticas keynesianas más intensas (1950-1974) la tasa de crecimiento medio anual del PIB para el conjunto mundial fue del 4,75%, según las estimaciones realizadas por Agnus Maddison, y de 1975 a 2001, un periodo de políticas neoliberales, del 3%. Y si se tienen en cuenta periodos más intensos de políticas keynesianas y neoliberales (1960-1980 y 1980-2000) y grupos más singulares de países la caída en la tasa de crecimiento es mayor. Así, la tasa de crecimiento medio anual del PIB de los países en vías de desarrollo (excluida China) en el primero de estos dos últimos periodos (1960-80) fue del 5,5% y en el segundo (81-2000) del 2,6%. Y el crecimiento media anual del PIB en términos per capita fue del 3,2% y del 0,7% en esos dos periodos respectivamente. En los países industrializados que forman la OCDE en el primero periodo la tasa media fue del 3,5% y en el segundo de 2%.

Estos datos muestran que es precisamente la menor disposición de estructuras de bienestar y de gasto público y social en el conjunto de la actividad económica lo que produce menor actividad y un funcionamiento más limitado de los procesos económicos.
A menor dotación de recursos para el bienestar social menor crecimiento económico, es decir, menos actividad y empleo que significan menos ingresos para las clases trabajadoras.
Por el contrario, sería perfectamente viable imponer una lógica productiva mucho más equitativa y sostenible que garantizase estándares de bienestar social generalizados y que facilitase el mejor uso posible de los recursos económicos, al contrario de lo que hoy día sucede.

No solo no hay razón económica alguna para negar la conveniencia de regular de una forma más estricta y justa las finanzas, el comercio y la vida económica en general en un régimen de globalización sino que al hacerlo, gobernando el planeta con políticas fiscales y monetarias globales y democráticamente diseñadas, estableciendo estructuras de bienestar a escala planetaria y asumiendo como punto de partida la satisfacción de las necesidades humanas se evitarían las crisis recurrentes y se podría ampliar la gama de producción de bienes y servicios que satisfacen de un modo natural y no destructivo las necesidades humanas.
En definitiva, la incompatibilidad no se produce entre el Estado de Bienestar y la globalización, sino entre la globalización bajo las políticas neoliberales y el bienestar humano. Y la elección no puede ser la que predomina, sacrificar el bienestar para salvar el beneficio de unos pocos, sino limitar el beneficio para garantizar el bienestar de todos.

Una elección que, en todo caso, no pueden resolver los economistas sino que tiene que imponer la ciudadanía.

Publicado en Gaceta Sindical. Reflexión y debate, nº 15, diciembre 2010

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