La promesa de la desorganización

El mundo está plagado de organizaciones que institucionalizan consensos más o menos democráticos, o valores más o menos impuestos.

La promesa de la desorganización está por descubrir y es un continente a explorar. Para innovar hay que desorganizar: desburocratizar, descentralizar o desjerarquizar, son tareas urgentes si queremos acabar con mucho despilfarro, mucha ineficiencia y, desde luego, muchas asimetrías. Las cosas son como son porque algo y alguien las sostiene.
Antonio Lafuente en elDiario.es


El mundo está plagado de organizaciones que institucionalizan consensos más o menos democráticos, o valores más o menos impuestos. Gran parte de su actividad se orienta a la producción y reproducción de prácticas y argumentos que fortalezcan sus principios constitucionales y mejoren su legitimidad social. Todas en consecuencia tienen un canon que es fruto de innovadores maridajes entre los asuntos del saber y los del poder. Todas estas instituciones, también llamadas disciplinares, como lo son la escuela, el museo, la academia, la iglesia, el hospital y para muchos los media, el arte y la ciencia, son los pilares sobre los que se asienta nuestro mundo. Un mundo que, sin embargo, no deja de producir exclusión, dolor, enfermedad, desigualdad y pánico. Mucha gente no está contenta y ve otras conexiones, formula distintas preguntas o busca nuevas proporciones. Mucha gente apuesta por la desorganización. 

Lo repetimos: el orden es construido y sólo es aparente para quienes comparten el sistema de valores que soporta la supuesta consistencia, armonía o simetría que sostiene nuestro mundo. El más mínimo cambio de mirada, sin embargo, desfigura, descentra o descompone el equilibrio. ¡Son nuestros monstruos! Pero no todo el mundo vive asustado, ni se espanta por las mismas cosas. ¿Podemos vivir sin monstruos?  

El asombro es o debería ser un gesto común. Pero común no debería ser sinónimo de contingente, periférico, colateral, insignificante, y muchos menos desestabilizador o disruptivo. Todo los días lo comprobamos. Cada generación, cada cultura, cada cuerpo o cada localidad, encuentra sentido en conductas, prácticas o protocolos diferentes. Nada tiene de radical decir que eso que llamamos valores es transferido también a los objetos, los dispositivos o las tecnologías que nos rodean. Diseñar, en otras palabras, no es más que proyectar cosas que la gente quiera poseer, experimentar o sentir. Diseñar, en definitiva, es algo que todos hacemos de forma espontánea, ordinaria y constante. 

El llamado design thinking, ahora tan redicho y cacofónico, sería una vulgaridad si no fuera porque puede practicarse a la inversa. Y así, de un mantra pasamos a un enigma: del todos nos producimos mediante valores, transitamos al qué valores están embutidos en cada producción. Aquí las cosas se hacen muy problemáticas, pues con frecuencia damos por ineludibles, sabios o eficientes, muchos procesos, principios o protocolos que no son más que el resultado de una adaptación oportunista a un lugar, un tiempo, una cultura o un credo. Basta con que agreguemos la componente institucional para darnos cuenta de la gravedad de lo que decimos, pues ciertamente las cosas acaban siendo lo que son porque lograron fijarse en nuestros imaginarios, nuestros manuales y nuestros estándares como formas probadas, exigidas, naturalizadas y al fin inevitables e impuestas.

Cada cambio entonces implica la alteración de estructuras productivas, jurídicas o afectivas que parecían sólidamente asentadas. Los manuales de historia nos lo cuentan aunque, con frecuencia, sólo reparan en las grandes revoluciones, las grandes culturas, los grandes autores. Todo mayúsculo y todo épico. Cansados de relatos tan portentosos, en algunas facultades de humanidades, escuelas de negocios e institutos tecnológicos se hacen otras cuentas, se narran otros cuentos: historias de lo pequeño que explican cómo modificaciones minúsculas promovieron aperturas hacia lo improbable, lo imprevisto y hasta lo imposible. Nada nos impide aprender de estas historias.

Tomemos pues un objeto, un problema, un proceso, una estructura, un sistema o cualquier otro ensamblaje y expongámoslo a la mirada cruzada de perspectivas mutuamente inconsistentes. Situemos el objeto equidistante respecto a las ignorancias de cada uno de los participantes. Creemos un objeto frontera. Cuidemos que nadie se sienta preferentemente ubicado para comprenderlo mejor. Experimentemos la fuerza que mana de esta inestabilidad. Fomentemos la discrepancia sin cuartel. Hagamos explícitas las divergencia conceptuales. Señalemos el flujo inopinado de prejuicios. Luchemos contra el consenso funcional. Confrontemos el sesgo hacia la normalidad con la que cada interlocutor evita la complejidad. Explicitemos los riesgos inherentes a cada simplificación. Hagamos filosofía de garaje, practiquemos la cultura hacker, despleguemos la imaginación crítica, valoremos el aura de lo colateral, apreciemos el colorido de lo criollo. Hagamos diseño negro como se hace novela negra o humanidades ficción como haríamos ciencia ficción. 

La promesa de la desorganización está por descubrir y es un continente a explorar. Para innovar hay que desorganizar: desburocratizar, descentralizar o desjerarquizar, son tareas urgentes si queremos acabar con mucho despilfarro, mucha ineficiencia y, desde luego, muchas asimetrías. Las cosas son como son porque algo y alguien las sostiene. ¿Desde cuándo? ¿Para qué? ¿Con qué aliados, mediante qué tecnologías, desde qué valores? En fin, la organización es culpable de lo mejor y de lo peor. Es el fruto de la simplificación, la exclusión y la institucionalización. Cada orden explícito contiene una forma cruel e insidiosa de desorden implícito. No desorganizar nos condena a la injusticia, el despilfarro y la irrelevancia. 

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