Participación y Pobreza (contextos)

“La ideología fatalista, inmovilizadora, que anima el discurso liberal anda suelta en el mundo. Con aires de posmodemidad, insiste en convencemos de que nada podemos hacer contra la realidad social que, de histórica y cultural, pasa a ser o a tornarse “casi natural”
Paulo Freire
Un texto de Fernando de la Riva (Este texto forma parte de la publicación “Participación para la Inclusión y la Transformación Social”, publicado por EAPN-ES en 2014)

A pesar de que siga habiendo quienes quieren convencernos de que siempre ha habido ricos y pobres y siempre los habrá, la pobreza y la exclusión social no son una maldición divina ni una catástrofe natural, ni una desgracia personal o particular, son el resultado del conjunto de factores sociales, económicos, culturales, educativos… políticos al fin, que conforman el mundo y el sistema del que formamos parte.
Una vez más, a la hora de abordar la reflexión sobre la pobreza y la participación, es necesario que empecemos por preguntarnos por el contexto social e histórico de nuestra reflexión, que miremos atentamente, con ojos nuevos, a la realidad del tiempo y el mundo en que vivimos.
Una era de cambios vertiginosos
El cambio es parte sustantiva de la realidad. El mundo cambia permanentemente, esa es su naturaleza. Hasta hace poco más de un siglo, los cambios sociales tardaban mucho tiempo en producirse y extenderse a todo el planeta. El proceso se aceleró con la Revolución Industrial (la máquina de vapor), la Revolución de las Comunicaciones (el telégrafo, el teléfono…) y la Revolución del Transporte (el avión, el automóvil…).
Pero los cambios se dispararon de revoluciones –valga la redundancia- con la Revolución Tecnológica, y en particular con la aparición de las Tecnologías de la Información y la Comunicación (las TIC), hace escasamente 40 años. Los cambios que antes requerían cuatro o cinco décadas, ahora se producen a velocidad de vértigo.
El impacto de la Revolución de las TIC, la incidencia de los cambios que éstas producen es total: afecta a todos los planos de la vida personal y colectiva (sociales, culturales, económicos, educacionales, relacionales…) y alcanza –en mayor o menor medida, según los diferentes continentes y países- a todo el planeta.
Como señala Manuel Cruz (2012),  “los avances en este campo se suceden a tal velocidad que las fantasías de hasta hace bien poco son ya hoy objeto de investigación con el objetivo de hacerlas materiales mañana, con el resultado de que termina por resultarnos indistinguible lo que pertenece a la esfera de lo real y lo que es más bien cosa de ciencia-ficción. Por decirlo de una forma más rotunda, se nos ha difuminado la línea que separaba el presente del futuro”.
Por ello, las dificultades para adaptarse a los continuos cambios son crecientes y  los desajustes –personales y colectivos- se convierten fácilmente en un nuevo factor de exclusión social.
Un mundo global e interdependiente
Como resultado de esos cambios, el mundo se ha convertido en la “aldea global” que  vaticinara MacLuhan (1962), cuando pronosticaba la interconexión de toda la humanidad como consecuencia de la eclosión de los medios electrónicos de comunicación.
La revolución de las comunicaciones ha hecho que desaparezcan las fronteras económicas, de manera que las transacciones económicas se realizan instantáneamente a través del ciberespacio, y, al mismo tiempo, ha hecho que tomemos clara conciencia de la interdependencia planetaria.
Es imposible vivir al margen de lo que ocurre en cualquier otra parte del mundo, aislarse de las necesidades y problemas del resto del planeta. Ese principio funciona en relación a la economía, pero también en cuanto al medioambiente, a las migraciones,  la cultura, etc. Lo global influye en lo local, lo local influye en lo global.
Hoy sabemos que la lucha contra la pobreza y la exclusión social para tener éxito ha de ser, necesariamente, “glocal”: global y local al mismo tiempo.
La Sociedad de la Crisis
Pero nuestra realidad presente viene marcada por la ubicuidad de la crisis económica y financiera, que parece determinar todas las decisiones políticas y económicas, condicionar absolutamente el presente y el futuro.
La crisis, o deberíamos decir mejor “las crisis”, son cíclicas, se repiten cada cierto tiempo y no tienen solo un rostro económico sino que también, como veremos más adelante, afectan al medioambiente, a las migraciones, al hambre, a la energía, al agua, a los valores, a la cultura…
La crisis no es coyuntural, pasajera, ha venido para quedarse, es estructural, forma parte de la naturaleza de un sistema que las necesita para reajustarse.
En su expresión actual, la crisis económica y financiera adopta formas que traen como consecuencias el crecimiento del desempleo, los recortes y el desmantelamiento del Estado de Bienestar, la pérdida de derechos sociales y políticos para amplios sectores de población. Asistimos a la precarización del empleo y al empobrecimiento de la clase media, lo que viene a agravar aún más la situación de las personas y los grupos sociales “tradicionalmente” excluidos.
Crecen las desigualdades
En el año 2000, 189 países miembros de la ONU se propusieron el reto de alcanzar –en 2015- un conjunto de objetivos para el desarrollo humano, los “Objetivos del Milenio”, entre los cuales se encontraba reducir a la mitad la pobreza extrema y el hambre en el mundo.
Diez años más tarde, la Unión Europea, se proponía la llamada “Estrategia 2020”, en el marco de la cual se pretendía “reducir en un 25% el número de europeos que viven por debajo de los umbrales nacionales de pobreza, rescatando así a más de 20 millones de personas de la pobreza”.
Pero, a fecha de hoy, estamos lejos de alcanzar los Objetivos del Milenio o aproximarnos a las metas de la Estrategia 2020. Por el contrario, las desigualdades aumentan, y  hoy –en medio de la crisis económica- los ricos son más ricos y los pobres son más pobres.
Estamos pasando de la que Peter Glotz (1985) llamó la “sociedad de los tres tercios” (un tercio de ricos, un tercio de clases medias y otro de pobres) a la “sociedad dual”, en la que crece el número de pobres y la riqueza se concentra cada vez en menos manos.
En España, en particular, la diferencia de ingresos viene creciendo por quinto año consecutivo y es –según los datos del Eurostat- el país de la Eurozona donde las desigualdades sociales son mayores. En un informe titulado “Adios a las clases medias” (2012) el Sindicato de Técnicos del Ministerio de Hacienda afirma que la crisis ha empujado a la precariedad en nuestro país a dos millones de personas más.
La paradoja es que, de acuerdo con los recursos existentes, hoy sería perfectamente posible terminar con el hambre en el mundo. Pero, como ha denunciado tantas veces la pensadora Susan George (2004), “al ritmo al que vamos, siempre según el PNUD, harían falta 130 años” para conseguirlo.  Y eso, sin contar con que la crisis económica ha servido de pretexto para reducir drásticamente los fondos destinados por los países ricos a la cooperación al desarrollo de los países empobrecidos.
El cambio climático “invisible”
La omnipresencia de la crisis económica en los medios de comunicación y en las preocupaciones inducidas de la opinión pública parece hacernos olvidar la existencia del calentamiento global que, hasta hace poco tiempo, se nos presentaba como la principal amenaza planetaria.
Las autoridades científicas mundiales nos alertaban, hasta 2008, de la necesidad de adoptar medidas de alcance mundial en un plazo no mayor de 15 años, para minimizar los efectos del cambio climático que, de otra forma, se traduciría –entre otras consecuencias- en desertización de amplias zonas y desaparición de litorales, guerras por el agua, incremento de las migraciones masivas, mayor pobreza… Pero la crisis económica ha relegado el tema a un segundo plano, invisibilizando el problema.
Por otra parte, el mundo parece también inmerso en una crisis energética ante el relativamente próximo agotamiento de las reservas de combustibles fósiles y el incremento de las demandas energéticas en los países emergentes. Algunas de las alternativas puestas en marcha, como el cultivo de amplias zonas geográficas para la producción de biocombustibles, paradójicamente han venido a contribuir al encarecimiento de productos agrícolas y al agravamiento de la crisis alimentaria y las hambrunas en distintas partes del planeta.
También la situación del clima y de las reservas energéticas tiene una incidencia clara en la pobreza y la exclusión social.
La crisis migratoria de ida y vuelta
En los últimos años estamos asistiendo a la generalización e instensificación de los flujos migratorios, que son los más grandes de la historia. Es un fenómeno mundial, que trasciende las fronteras nacionales y los límites continentales.
Como apunta Hilario Sáez (2012), “los flujos migratorios se rigen por dinámicas globales en las que influyen desde la situación de los conflictos nacionales en los países de origen, las que conforman las fronteras entre regiones ricas y pobres o los cambios de circunstancias entre diferentes minorías en los países de destino.  Lo mismo puede decirse del tráfico de drogas o la trata de personas”.
El impacto social, cultural, económico… de esos procesos migratorios es imprevisible, aunque algunos de sus efectos puedan ya vislumbrarse. Y ello no porque las migraciones sean en si mismas algo negativo, por el contrario, se consideran necesarias para el mantenimiento de los niveles de bienestar de las sociedades ricas, pero la ausencia de estrategias y políticas adecuadas de integración han contribuido al incremento de la explotación, el tráfico de personas, la exclusión y las bolsas de pobreza, la xenofobia y el racismo…
Una nueva paradoja es que, en plena crisis económica, a pesar del endurecimiento de las perspectivas, del incremento del rechazo social, de los riesgos del viaje… los países ricos siguen atrayendo a los más pobres y a las gentes de los países empobrecidos que huyen del hambre, de la miseria, de la violencia, y continúan abordando las frágiles pateras o asaltando los muros y vallas fronterizas.
Aunque, al mismo tiempo, para reforzar la paradoja, también se percibe un cierto cambio de tendencia en los flujos, pues la crisis esta generando un movimiento de vuelta a los países de origen de muchas personas migrantes y la salida de muchas personas autóctonas, en su mayoría jóvenes, hacia países más desarrollados o en vías de desarrollo buscando una posibilidad laboral en el actual contexto de desempleo en España.
Indignación social y desafección a la democracia
El empobrecimiento de las capas medias, la pérdida de derechos, la corrupción política, etc., generan indignación en sectores cada vez más amplios de población que se expresa en un crecimiento de la contestación social.
Se multiplica la crítica a los gobiernos, se generaliza el desprestigio indiscriminado de los políticos, crece la abstención electoral y aumenta  la desafección a la democracia, que deja de percibirse como una solución a los problemas y las necesidades de la sociedad, para verse como un problema añadido.
Contribuye a esta percepción el incumplimiento de programas electorales y la sospecha de que las necesidades y las opiniones de la mayoría ciudadana tienen una escasa incidencia en las decisiones de los gobiernos que, por otra parte, cada vez tienen menos capacidad real de decisión en cuestiones fundamentales como la economía.
Y todo ello refuerza la frustración social y alienta la emergencia de alternativas antidemocráticas. El crecimiento, en la gran mayoría de los países europeos de las opciones de ultraderecha, filofascistas o neonazis, nos trae el amargo recuerdo de otras épocas.
Pero, además, no todo el malestar social se expresa de forma abierta. En la medida en que no encuentra cauces de manifestación racional y pública, se generan fenómenos sociales como el aumento de las enfermedades mentales, de los suicidios, el maltrato familiar, la criminalidad o los altercados públicos que amenazan una vida comunitaria ya precaria (H. Sáez 2012).
La sociedad del miedo o la Era del Miedoceno
El resultado de la suma de estos rasgos y factores que venimos destacando es un aumento de la incertidumbre, del miedo a lo que nos pueda deparar el futuro. Eduardo Galeano (1998) lo expresa así en su texto “Miedo Global”:
“Los que trabajan tienen miedo de perder el trabajo.

Los que no trabajan tienen miedo de no encontrar nunca trabajo.
Quien no tiene miedo al hambre, tiene miedo a la comida.
Los automovilistas tienen miedo de caminar y los peatones tienen miedo de ser atropellados.
La democracia tiene miedo de recordar y el lenguaje tiene miedo de decir.
Los civiles tienen miedo a los militares, los militares tienen miedo a la falta de armas.
Las armas tienen miedo a la falta de guerras.
Es el tiempo del miedo.
Miedo de la mujer a la violencia del hombre y miedo del hombre a la mujer sin miedo.
Miedo a los ladrones, miedo a la policía, miedo a las puertas sin cerraduras, al tiempo sin relojes, al niño sin televisión.
Miedo a la noche sin pastillas para dormir y miedo al día sin pastillas para despertar.
Miedo a la multitud, miedo a la soledad.
Miedo a lo que fue y a lo que puede ser.
Miedo a morir, miedo a vivir…”

Antonio Fraguas, Forges, lo recoge así en sus viñetas:
Forges. EL PAIS. 11 noviembre 2012
Ese miedo, como ha apuntado Naomi Klein (2007), sirve a la “doctrina del shock” facilita la sumisión social y la adopción de reformas impopulares a quienes pretenden recortar derechos y libertades en beneficio de una minoría privilegiada que acumula el poder y la riqueza en el mundo.
¿Una era de cambio o un cambio de era?
Como ha señalado, entre otros, Joan Subirats (2009), este escenario que venimos dibujando hace pensar más en un “cambio de era” que en una era de cambios.
Los problemas y desafíos que enfrenta la humanidad son -muchos de ellos- inéditos y de dimensión global y, al mismo tiempo, las viejas soluciones se muestran insuficientes, incapaces para darles respuesta.
¿Estamos ante un “cambio civilizatorio”, como también ha sido llamado, de un cambio sustancial de los modos de vida, de producción y consumo, de organización social, política, económica…?
En todo caso, lo que si podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, es que el mundo resultante de los cambios que necesariamente habrán de producirse será profundamente distinto del que conocemos.
Luces en mitad de las sombras
No todo son sombras en la mirada a la realidad. Sin duda existen fuerzas y factores positivos y, en medio de la oscuridad que parece cubrir el horizonte, están emergiendo ya las alternativas y las nuevas respuestas sociales a las necesidades y problemas, aunque a veces nos resulte difícil verlas, aunque todavía sean solo indicios de un nuevo tiempo que están por cristalizar.
Como señala Edgar Morin (2010), “de hecho, todo ha recomenzado, pero sin que nos hayamos dado cuenta. Estamos en los comienzos, modestos, invisibles, marginales, dispersos. Pues ya existe, en todos los continentes, una efervescencia creativa, una multitud de iniciativas locales en el sentido de la regeneración económica, social, política, cognitiva, educativa, étnica, o de la reforma de vida. Estas iniciativas no se conocen unas a otras; ninguna Administración las enumera, ningún partido se da por enterado. Pero son el vivero del futuro. Se trata de reconocerlas, de censarlas, de compararlas, de catalogarlas y de conjugarlas en una pluralidad de caminos reformadores”.
Del mismo modo, la crisis también puede ser una oportunidad para reinventar las estrategias de intervención social y las formas de organización de las entidades de iniciativa social, las organizaciones solidarias (OOSS), que luchan contra la pobreza y la exclusión social.
(Este texto forma parte de la publicación “Participación para la Inclusión y la Transformación Social”, publicado por EAPN-ES en 2014)

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