Participación y Poder

Está de moda hablar de participación. En la política y la gobernanza -de los municipios, las regiones, los países…-, en la economía, en la empresa, en la cultura y el conocimiento…
Pero, no nos engañemos, el poder establecido -en todas sus formas y expresiones- suele hablar de la participación con la boca chica. En realidad, no se cree “eso” de la participación.
Por Fernando de la Riva | Participasión




El poder es, simplificando y para entendernos, la capacidad de influir en las decisiones que afectan a la vida de las personas. Y esto vale para los “grandes poderes” (en la economía, la política…), pero también para los “pequeños poderes” (en las organizaciones, las asociaciones, los equipos, la familia, la pareja…).
De tal manera que ese es el sentido último de lo que llamamos democracia: compartir el poder, que el mayor número de personas intervengan en la toma de decisiones.
La apuesta por la participación no es solo una cuestión ideológica: la afirmación del derecho a tomar parte, a intervenir en aquello que nos afecta, a ser sujetos y no meros objetos de las decisiones de otras personas. Es -además- una cuestión práctica: está ampliamente demostrado que es mayor la eficacia y la calidad de las decisiones cuando son construidas colectivamente, con la participación e implicación de las personas afectadas.
Pero, además, lo que parece obvio -tal y como está el patio- es que, si queremos construir otro mundo posible, es imprescindible que consigamos movilizar e implicar a la mayor cantidad -y diversidad- posible de personas, tomando parte (participando), cooperando, sumando fuerzas.
Existe una visión dominante (nunca mejor dicho), una manera generalizada de entender el poder como algo que se obtiene o conquista (por la fuerza, por los votos, por delegación de otros más poderosos, etc.), se acumula y se defiende a toda costa: cuanto más poder tengas, mejor.
El afán de poder, dicen quienes estudian estas cosas, es un “instinto básico” tan poderoso como el sexo. La mayoría de las personas obtenemos placer del ejercicio del poder, por pequeño que este sea. Y, como hemos dicho, eso funciona no solo en los gobiernos o las grandes corporaciones financieras, vale también para todos los ámbitos y niveles de la vida social: hay mucha gente que experimenta una enorme satisfacción por ser presidenta de la asociación de vecinos del barrio o jefe de sección en un centro comercial. Como dice el refrán “si quieres saber como es fulanito, dale un carguito“, porque el ejercicio del poder es una especie de “prueba del algodón” del verdadero carácter de las personas.
Históricamente, el ser humano ha establecido pactos, compromisos con otros, se ha organizado, ha creado “estructuras” que le permitieran conseguir más poder y mantenerlo el máximo tiempo posible. Así nacieron los ejércitos, los partidos políticos, las iglesias, la mafia, las grandes corporaciones empresariales… Y esas “estructuras de poder” tienen un miedo fundamental: perderlo. Nada hay que les preocupe y ocupe tanto.
En la democracia representativa, en la política tradicional, esto es algo que trasciende a la derecha o la izquierda: el poder se concibe como algo que se disputa y se gana -frente al adversario político- en cada cita electoral, y que tiene por objetivo controlar la mayor cantidad posible de decisiones en el máximo número posible de ámbitos de la vida colectiva. Todo vale para conservarlo.
Esa concepción acumulativa del poder, profundamente arraigada en la mentalidad de quienes gobiernan o aspiran a gobernar, suele ser el principal obstáculo para el desarrollo real de la Participación Ciudadana: el poder político huye como gato escaldado de compartir el poder.
Y esa es la razón por la que una de las principales amenazas para el poder establecido es la participación: si la gente tiene derecho a saber, a opinar, si puede criticar, cuestionar, discutir… entonces el poder está en riesgo, se tambalea.
Así, vemos a menudo que, incluso aquellas organizaciones “progresistas”, las que propugnan -al menos en sus discursos- la participación como principio, cuando llega la hora de la verdad muchas veces prefieren asegurarse el control del poder en un núcleo reducido de personas y no ponerlo en riesgo con la participación. Y esto también vale tanto para las organizaciones políticas como para las asociaciones y fundaciones del llamado Tercer Sector, para las ONG o las organizaciones solidarias.
En los últimos 15 o 20 años hemos escuchado en nuestro país miles de discursos apostando por la participación, se han elaborado centenares de reglamentos de participación, se han creado multitud de consejos sectoriales o barriales de participación, se han puesto en marcha muchos presupuestos participativos y no hay ayuntamiento o institución pública que no cuente con un departamento dedicado a promover la Participación Ciudadana.
Todo ello debiera haber transformado radicalmente muchas poblaciones en espacios vivos de inteligencia y construcción colectiva. Sin embargo no ha servido para producir un cambio significativo en el desarrollo de la democracia participativa, y, en la inmensa mayoría de nuestros pueblos y ciudades -más allá del color político de quienes gobiernan- continúan predominando las formas autoritarias y verticales de entender y ejercer el poder.
Así podemos decir que -en sentido estricto- quienes nos gobiernan son escasamente demócratas aunque pasen por las urnas cada cuatro años, y suelen tener mucho miedo a la Participación Ciudadana, a compartir el poder, a tener que dialogar y negociar las decisiones, a perder el control de la situación.
Por eso, en una gran parte de los casos y las instituciones, la Participación Ciudadana es una expresión vacía, un eufemismo más en esta sociedad de la simulación y la apariencia en la que lo importante es que “parezca que pasan cosas”, aunque realmente no pase nada .
Pero no echemos toda la culpa a las instituciones de poder, también entre la ciudadanía, en muchas personas, predomina la ideología de la delegación, elegimos a los cargos públicos cada cuatro años para que decidan por nosotros y nosotras. Y no queremos saber nada más. O nos abstenemos de votar, desde la indignación y el desdén por la política o desde la apatía pura y dura, produciendo el mismo resultado: son otras las personas que deciden por nosotras.
Sin embargo, cabe afirmar, en mitad de un cambio de era como el que estamos atravesando, que quienes se desviven por acumular más y más poder para si y “los suyos” van contra el sentido común y contra la historia. Porque, pese a quien pese, en este nuevo tiempo que viene, el poder, la capacidad de influir, la capacidad de hacer y cambiar las cosas (las más próximas y las globales) está directamente vinculado con la capacidad de cooperación entre las personas.
Si, paradójicamente, en la segunda década del siglo XXI, se tiene más poder cuanto más se comparte, cuanto más se distribuye, más se reparte, cuantas más personas interactúan, toman parte en él: “participan”.
Esto es algo cada día más evidente en el ámbito de la economía y de la empresa, de la ciencia y el conocimiento, del arte y la cultura… pero también en el de la política y la gobernanza. La ciudadanía reclama -en todas partes del mundo- más participación, más poder, más democracia.
Porque existe otra manera de entender la construcción del poder que consiste en sumar capacidades y voluntades, en no esperar a que otras personas -o los poderes públicos- nos den las respuestas y nos resuelvan las necesidades, en aceptar el compromiso de hacernos las preguntas, de defender activamente nuestro derecho a decidir, de tomar parte activa -a las duras y a las maduras- en la producción colectiva de una realidad diferente, inventando, construyendo y compartiendo otros espacios de poder, de poder ciudadano, de poder popular.
Un poder ciudadano que se basa en la inteligencia colectiva, la participación horizontal, la cooperación solidaria, la autogestión,  el trabajo en red, la sinergia… Un poder ciudadano en el que el liderazgo esta -necesariamente- distribuido, compartido y repartido entre todos los actores que intervienen en los procesos, en el que los líderes y las lideresas trabajan -fundamentalmente- para promover y facilitar la participación de todos y todas, su máximo protagonismo.
Y, de nuevo, esa visión nos sirve para los ámbitos más grandes de la política, la economía, la cultura… y también para los más pequeños de las organizaciones y grupos sociales, las familias y las relaciones de pareja.
No hace falta mirar muy lejos para encontrar mil ejemplos que apuntan a estas nuevas formas de entender y construir el poder.  Son los nuevos movimientos sociales, las plataformas contra los desahucios, las mareas ciudadanas para la defensa de los servicios públicos, las nuevas cooperativas de producción y consumo alternativos, la eclosión de la economía social y solidaria, los bancos ciudadanos de alimentos, los huertos comunitarios, los centros sociales ocupados y autogestionados, los bancos de tiempo, las cooperativas integrales, los proyectos de recuperación de pueblos abandonados, los espacios de co-trabajo y co-creación, etc., etc.
A menudo, estas iniciativas no son conscientes de su propio poder, de la capacidad que tienen para transformar la realidad. Frecuentemente se sienten aisladas, invisibles, solas, sin reconocer a otras iniciativas que -como ellas- están buscando y poniendo en pie nuevas respuestas a las necesidades personales y colectivas. No se conectan, ni coordinan. Aprenden sobre la marcha, en el camino. Tienen luces y también sombras. No son perfectas, todavía tienen mucho que aprender (y desaprender) del poder y la participación. Pero, se mire por donde se mire, son sin duda nuevos espacios liberados de poder ciudadano que anticipan el futuro y nos llenan de esperanza.
(Esta reflexión sirvió para introducir el diálogo, convocado con el mismo nombre,  en la presentación del número 4 del periódico tabernario EL TOPO,  en el Centro Social Ocupado Autogestionario Andanza, en Sevilla, el 24 de mayo de 2014)

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