Junto a los ríos de Babilonia*

Apuntes sobre la teoría de la guerrilla de T. E. Lawrence
(* “Super Flumina Babylonis” es el título del libro del que Lawrence afirma haber extraído la primera sugestión decisiva para Oriente Medio y el nacionalismo árabe cuando era estudiante en Oxford)

De acuerdo con el concepto que nos hemos formado de la guerra del pueblo, ésta, como una sustancia nebulosa, no debe nunca adensarse hasta constituir un cuerpo compacto; de lo contrario el enemigo dirigirá contra estos núcleos fuerzas adecuadas, las aniquilará y hará muchos prisioneros. En tal caso, la audacia disminuirá, todos creerán que la cuestión principal ya está decidida, que es inútil cualquier esfuerzo y las armas caerán de las manos del pueblo.
(K. Von Clausewitz, De la guerra, cap. XXVI - "Guerra del pueblo", 1832)

La marca del nomadismo, la más profunda y áspera de las disciplinas de la sociedad, marcaba a cada uno de ellos desde su nacimiento.
(T. E. Lawrence, Los siete pilares de la sabiduría, cap. II, 1926)


Prólogo: el poeta con la espada
El mito de Lawrence de Arabia, o El Orenz, ha dado a la historia un personaje de novela, casi descomunal. Son innumerables los estudios literarios, psicológicos, históricos sobre él y sus escritos y nadie puede olvidar la superproducción rodada por David Lean en 1962 e inspirada en el famoso “diario” árabe.

La razón de este interés reside en la fascinación y la complejidad de la figura, que proceden del ambiguo encuentro de dos arquetipos: Lawrence de Arabia, corsario del desierto, y el mismo Thomas Edward Lawrence, huérfano post-victoriano atrasado respecto a su propia época, cultivador frustrado de sí mismo, a caballo entre la mitopoiesis y la mitomanía. Ambas caras, obviamente, son la una el reverso de la otra. Los dos Lawrence son el mismo Lawrence y generan sugestiones que se suman a otras sugestiones, niveles interpretativos cada vez más profundos.

No podía ser de otro modo para el capitán intrépido que sufría los tormentos del joven Werther; para este Sandokán con las dudas de Hamlet; para el arqueólogo guerrillero que nos narra el eterno conflicto entre idealidad y necesidad histórica, entre voluntad y realidad; para el héroe romántico decimonónico obligado a enfrentarse a la conciencia del nuevo siglo, el del horror masificado y las guerras mundiales. Sobre todo capaz de trasladar todo esto a sus escritos.

Lawrence se implicó en primera persona en la construcción de su propio mito, arma útil para el tipo de guerra que tenía en mente, consciente de cómo las historias contadas en las tiendas de campaña de los beduinos, en los campamentos turcos, y tal vez incluso en los salones de Londres, eran un impulso importante para su lucha. Si bien no parecían importarle las promociones militares (en su diario apenas se encuentra mención a ellas), es un hecho que no obstaculizó la leyenda que crecía de forma espontánea alrededor de él y de “su” revuelta árabe, sino que, al contrario, encarnó hasta el final, como un experimentado actor shakesperiano, el papel que le había asignado la historia, el encuentro entre fortuna y virtud.

El conocimiento de las civilizaciones y culturas antiguas, de la mitología clásica, la amistad estrecha con Robert Graves (al que financió y que escribió un relato edulcorado de las gestas de Lawrence entre los árabes), las propias reflexiones sobre sí mismo y sobre sí mismo en la historia que se encuentran en sus escritos, son indicios que sugieren un determinado nivel de conciencia. Conciencia, antes que nada, de la ambivalencia del mito: en parte fuerza motriz del pueblo, aglutinante de las luchas, y en parte truco fabulador siempre dispuesto a revolverse contra sus narradores. Tal vez la síntesis y la contradicción que mejor definen la figura de Lawrence -en esto autoconsciente hasta la paranoia y la crisis de personalidad- es precisamente la que hay entre el hábil estafador, capaz de hacerse pasar ante los árabes por el liberador que no era, y el condottiero heroico, que sublevó a los esclavos contra sus amos turcos.

La complejidad apenas esbozada refuerza una intención precisa: no son tan importantes el alma, la prosa o la credibilidad de las reconstrucciones históricas presentadas por Lawrence. Lo interesante es analizar su teoría bélica, sintetizada en la Enciclopedia Británica bajo la voz Guerrilla en 1929 y ya anticipada en la década anterior durante la elaboración de Los siete pilares de la sabiduría. Esta materia, aislada y tratada por separado, permite realizar un corte no sólo respecto a la doctrina clásica de la guerra, sino también respecto a lo que podríamos definir como la doctrina clásica de la guerrilla y, en particular, de la guerrilla revolucionaria. Analizando a fondo los escritos de Lawrence es posible de hecho dar cuenta de cómo la experiencia práctica le había llevado a elaborar una teoría original, no sólo respecto a las que le habían precedido, sino también a muchas de las que habrían de seguirle.


1. La geometría de la revuelta

La eficacia de la guerra se confía sólo al combate. En el combate, la destrucción de las fuerzas del adversario es el medio directo y el objetivo, incluso cuando el combate no se produce, puesto que la solución se basa en el presupuesto de que esta destrucción ha de considerarse inevitable. Por tanto, la destrucción de las fuerzas armadas enemigas es la base de toda acción en la guerra, fundamento final de todas las combinaciones, en el que se apoyan como los arcos sobre las pilastras. Y toda acción parte del presupuesto de que, si la decisión de las armas que le sirve de base debiese llevarse a cabo, ésta sería favorable. (K. Von Clausewitz, De la guerra, cap. II).

En una frase, se podría decir que la teoría de Lawrence da la vuelta de arriba a abajo este axioma clausewitziano.

Los grandes teóricos de la guerrilla revolucionaria del siglo XX, de Lenin a Mao Zedong, de Ho Chi Minh al Che Guevara, ideólogos y dirigentes carismáticos de la guerra del pueblo, han aprovechado las implicaciones políticas que la guerrilla antiimperialista ha tenido en su siglo. El mismo hecho de que sus textos sean más conocidos que los de Lawrence confirma el celebérrimo axioma de Clausewitz que coloca a la política y a la guerra en el mismo plano, o mejor, que las califica como dos modos distintos de perseguir los mismos fines. Si aceptamos la definición guevarista del guerrillero como reformador social con fusil, deberemos reconocer que Lawrence, seguramente ingenuo en el plano político, no podría proseguir con otros medios ninguna intención “revolucionaria”.

Un enfoque de este tipo sin embargo ensombrecería la naturaleza herética de su pensamiento que -mejor no olvidarlo- permanece en el interior de la amplia reflexión sobre la lucha y la guerra del pueblo.

Leyendo en profundidad sus textos es posible dibujar una diferencia esencial respecto a la teoría bélica producida por los grandes dirigentes revolucionarios del siglo XX.

Estos comparten de hecho un punto básico: piensan y practican la guerrilla como una fase de transición hacia el enfrentamiento abierto y hacia la “regularización” del ejército revolucionario. La guerra de bandos, a la que se añade un elemento moral y político, es la premisa de la insurrección generalizada y de la batalla final contra los usurpadores. La idea ya expresada por Lenin y Mao de que con el incremento de las hostilidades la guerrilla debe evolucionar gradualmente hasta convertirse en una fuerza ortodoxa, se encuentra explicitada por Giap cuando decide pasar de la guerrilla en la jungla al contraataque abierto, asediando así al contingente francés en Dien Bien Phu:

En el frente principal, nuestras unidades regulares no tienen ya la misión de cercar y bloquear la guarnición, sino de pasar al ataque y concentrar las fuerzas para aniquilar al enemigo. […] El Comité Central se atiene siempre sin error al principio estratégico: dinamismo, iniciativa, movilidad, decisión instantánea frente a las situaciones nuevas, siempre con el objetivo fundamental de la destrucción del enemigo y desarrollando al máximo el espíritu ofensivo de un ejército revolucionario.(V.N. Giap, Guerra del pueblo, ejército del pueblo, 1960)

El concepto aparece más claro aún en Guevara:

Está bien claro que la guerrilla es una fase de la guerra que no tiene en sí misma la posibilidad de conseguir la victoria; es una de las primeras fases, para ser exactos, y habrá de desarrollarse y ampliarse hasta que el ejército guerrillero con su incremento constante adquiera las características de un ejército regular. Entonces estará preparado para dar al enemigo golpes decisivos y para obtener la victoria. El triunfo final será siempre el producto de un ejército regular, aunque sus orígenes hayan sido los de un ejército guerrillero. (Ché Guevara, La guerra de guerrilla, 1961)

En resumen, los grandes revolucionarios del siglo pasado no se desvinculan de la visión del conflicto bélico como batalla abierta, en la que las fuerzas enemigas se miden y vencen o sucumben según cuántas pérdidas efectivas consigan infligir al adversario. Es todavía un horizonte clásico al que tiende su guerrilla: al final del camino de la montaña se encuentra la llanura en la que espera el coronel Von Clausewitz. El guerrillero, “general de sí mismo”, según la definición de Guevara, es ya un soldado y un oficial en potencia.

Y éste es el punto de Arquímedes, compartido tanto por la doctrina clásica de la guerra como por la teoría de la guerrilla, que Lawrence ha pretendido sacar de sus goznes. No quiere tan sólo refutar la idea de que, como repiten a coro los manuales, la victoria puede obtenerse sólo a partir de una campaña regular, sino sobre todo quiere demostrar que ésta puede realizarse sin derramamiento de sangre. O mejor aún, que una guerra puede vencerse sin combatir en batallas.

Se trata sobre todo de un desplazamiento del eje geométrico de la guerra. Y también aquí es fácil notar una diferencia respecto a sus ilustres contemporáneos y sucesores. Estos teorizan una guerra móvil y dislocada, de constante muerde-y-huye para debilitar al adversario, como el tigre vence al elefante causándole constantemente heridas nuevas y haciéndole morir desangrado, poco a poco. Lawrence comparte y practica ya esta táctica, vieja como el mundo, pero desde un punto de vista estratégico la lleva a una radicalización extrema. Para los grandes revolucionarios del siglo XX, el elefante debe ser atacado sea como sea. Su sangre debe fluir hasta dejarlo a merced del golpe de gracia del tigre. El enemigo en sustancia es el metro con el que medir la acción bélica, el fulcro sobre el cual, dialécticamente, se centra el quehacer del guerrillero, al menos en la misma medida en que para Carl Schmitt es el elemento identificador de una sociedad política.

No es así para Lawrence. De acuerdo con él, el enemigo es tan sólo una contingencia de la lucha, no su objetivo.

El desplazamiento geométrico es doble. No sólo se establece una diferencia entre la guerra regular, basada en la idea de línea, de frontera, de atacar o defender, y la guerrilla, que actúa en cambio a partir de la profundidad, de la discontinuidad, del atravesamiento constante de las líneas para sabotear el trazado. Hay algo más. Lawrence sostiene que la acción de profundidad puede y debe desordenar completamente la geometría de una campaña regular: es actuando sobre un escenario en su conjunto como se desorienta a un adversario. La victoria se debe sobre todo a una acción intelectiva, a un cambio arbitrario de perspectiva, que no desafía la fuerza del enemigo, sino que la hace vana, la sortea y la vuelve inútil. Si un punto geométrico particular del mapa del teatro bélico es de importancia estratégica, la victoria no consiste necesariamente en conquistar ese punto, en el que el enemigo se siente inatacable, sino más bien en modificar el mapa entero para convertirlo en un punto de importancia secundaria. Desplazar la acción a otra parte, insistir en otros puntos, irse a otro sitio y dejar al enemigo que defienda atrincherado un lugar que se ha vuelto inservible.

La idea “lineal” de la guerra no puede aceptar en modo alguno una afirmación semejante. El mismo avance de la línea de fuego y de la frontera implica la necesidad de no dejar bolsas de resistencia a las espaldas: el enemigo debe retirarse o ser derrotado. Los puntos de la línea deben permanecer unidos entre sí. Desde este punto de vista, incluso el menos ortodoxo de los comandantes acepta la guerrilla sólo como recurso táctico, que al final debe conseguir los mismos objetivos: la sustracción del espacio al enemigo, es decir, la adquisición/liberación de un territorio dado.

A partir de esta doctrina, en 1916 las fuerzas anglo-árabes habrían debido conquistar la fortaleza de Medina antes de avanzar hacia Palestina y Siria, para no dejar ningún contingente turco a su derecha. Esto habría significado lanzar la carga de los beduinos contra las trincheras turcas, llenas de ametralladoras y cañones. Lawrence en cambio intuyó que una vez ocupados los puertos de la costa del mar Rojo y puesta en jaque la línea ferroviaria que unía la ciudad al resto del imperio otomano, Medina perdería cualquier importancia estratégica y así se transformaría en un callejón sin salida, un inútil pozo sin fondo para los recursos del enemigo.

Una tarde me desperté de un sueño pesado, bañado en sudor y devorado por las pulgas, preguntándome de qué servía Medina a fin de cuentas. […] Nosotros ya bloqueábamos el ferrocarril y ellos lo defendían. La guarnición de Medina, reducida a proporciones insignificantes, estaba agazapada en las trincheras y destruía ella misma sus propias posibilidades de movimiento, comiéndose a los animales que ya no sabía cómo alimentar. Les habíamos privado de la posibilidad de hacernos daño y ahora queríamos además adueñarnos de su ciudad. Pero, ¿para hacer qué? (Los siete pilares de la sabiduría, cap. XXXIII) 


Allí eran inofensivos; en cambio, de haber sido hechos prisioneros habrían supuesto el coste de la comida y guardias en Egipto, y de habérselos conducido al norte a Siria se habrían reintegrado en el ejército principal, bloqueando a los británicos en el Sinaí. Así que desde todos los puntos de vista estaban mejor donde estaban. Y además querían Medina y querían conservarla. ¡Dejadles pues! (Guerrilla)


El que defiende una plaza ya ha perdido, pues está dando por descontada su centralidad en un escenario bélico complejo. No hay ninguna necesidad de atacar a quien ya está a la defensiva, basta con irse a otro lugar y dejar al enemigo donde está, atrincherado en la defensa de un lugar que en consecuencia se convierte en periférico y de escasa influencia. Se trata, por tanto, de hacer las cosas de modo que ese punto no sea de ninguna utilidad en el plano geométrico del conflicto, modificando este último y llevando el ataque a otro lugar.

La de Lawrence es una estrategia de sustracción. El enemigo no es combatido, sino abandonado y desorientado.

Se vuelve entonces a la primera pregunta: ¿es posible vencer en una guerra sin combatir ni derramar sangre?


Lawrence está profundamente convencido. Toda su idea de guerrilla se basa en la ausencia, en el conflicto a distancia, en la invisibilidad, que permitirá a los guerrilleros mantener siempre la iniciativa y retirársela automáticamente al adversario. Si el enemigo no puede verte, ¿contra quién dispara?

“La guerra en sentido estricto parece realmente tener por objeto la batalla, mientras que la guerrilla se propone explícitamente la no-batalla”, escribirán Deleuze y Guattari, inspirándose precisamente en los escritos de Lawrence (Mil mesetas, cap. 12 - “Tratado de la nomadología”, 1980)

En resumen, para Lawrence el momento “epifánico”, en el que los guerrilleros se transforman en soldados regulares y descienden de las montaña para enfrentarse al ejército enemigo, es totalmente secundario y puede incluso no darse nunca. Es más: los mismos guerrilleros no tienen que “ver” al adversario o “dejarse ver” por él. Los fantasmas pueden causar mucho miedo a los ejércitos.


2. Los tres factores

El primer motivo de confusión era la antítesis ficticia entre la estrategia, objetivo de la guerra y sinopsis que considera cada parte en relación al todo, y la táctica, es decir los medios para alcanzar un fin estratégico, peldaños individuales de una escalera. A mí me parecían tan sólo diversos puntos de vista desde los que contemplar los elementos de la guerra: el elemento algebraico, o de las cosas; el biológico, o de las vidas, y el psicológico, o de las ideas. (Los siete pilares de la sabiduría, cap. XXXIII)

Lawrence sostiene que el factor “algebraico” es la clave material de la guerra y, por tanto, de la victoria. A pesar del mito romántico que se ha desarrollado alrededor de su figura, no hay ningún idealismo en el fondo de su teoría. Basta leer las palabras de conclusión de la voz de la Enciclopedia Británica: “los factores algebraicos son al final decisivos, y contra ellos las perfecciones de medios y de espíritu combaten del todo en vano”.

Algebraico es todo aquello que puede ser cuantificado con precisión matemática: medios, hombres, recursos, conformación del territorio. Desde este punto de vista, Lawrence se limita a hacer cuentas y comprende que el secreto de la guerrilla está en actuar como “campo magnético”, en ser como el viento, es decir, estar siempre en todas partes y en ninguna, siempre en otro lugar, impidiendo al enemigo tener un blanco contra el que apuntar el fusil. Lo que proporciona la victoria en la batalla son los golpes derrochados por el enemigo que no consigue golpearte. Por lo tanto, la regla áurea es negarle el blanco. La movilidad cuenta más que la fuerza.

¿Con qué medios habrían podido resistir los turcos? Con una línea atrincherada de bloqueo, si nosotros la hubiésemos atacado como un ejército con banderas desplegadas. Pero ¿y si en cambio (como era posible) actuábamos como una influencia, una idea, una cosa intangible, como un gas? Todo ejército es parecido a una planta, inmóvil, con las raíces unidas, alimentado a través de largos canales que suben hasta la cima. Pero nosotros podríamos haber sido como el aire. Nuestros reinos estaban vivos en la imaginación de cada uno, y como no nos hacía falta nada en concreto para vivir, podríamos no haber expuesto nada en concreto a las armas enemigas. Un soldado regular, pensaba, dueño sólo del pedazo de tierra en el que está agazapado, capaz de someter sólo a aquel contra el que puede apuntar el fusil, un soldado así, privado de un blanco, se habría sentido abandonado.


Después calculé cuántos hombres harían falta, de disponer de toda aquella tierra, para salvarla de nuestro ataque en profundidad, mientras la sedición levantaba la cabeza sobre cada una de las cientos de miles de millas que quedaban sin custodiar.

Conocía bien al ejército turco […], que habría tenido necesidad de un fortín cada cuatro millas cuadradas, y un fortín implicaba al menos veinte hombres. Si hacíamos el cálculo, harían falta seiscientos mil hombres para neutralizar la enemistad de todos los pueblos árabes, más la hostilidad activa de unos pocos combatientes armados. (Los siete pilares de la sabiduría, cap. XXXIII)


La guerra del pueblo cuenta con el apoyo de la población local, con la enemistad generalizada en los enfrentamientos con el ejército enemigo. Las proporciones calculadas por Lawrence hablan claro: basta con que sólo un 2% de la población se levante en armas, si el restante 98% practica la resistencia pasiva y, llamémosla así, una presión psicológica sobre el ejército enemigo. Esto significa que literalmente el ejército irregular puede vivir del aire, moviéndose y abasteciéndose en los propios territorios.

Ésta es la diferencia fundamental y obvia entre una guerra y una revuelta. Una revuelta es antes que nada una lucha de liberación, es decir, contiene un elemento instintivo y ético a la vez, vinculado directamente a la existencia de quien participa en ella. El ejército regular, fiel a las viejas doctrinas militares, afronta la revuelta según las reglas de la guerra, es decir, con la potencia de fuego y el control del territorio. Y así se condena él solo a la derrota, porque domar una rebelión con la guerra es un proceso “lento y complicado, como comer la sopa con cuchillo” (Los siete pilares de la sabiduría, cap. XXXIII).

Aquí entra en escena el segundo factor, el “biológico”. Éste tiene que ver con el valor que se le atribuye a la vida y con la consideración de que en la guerrilla la calidad vence a la cantidad.

Lawrence parte de una constatación simple: quien lucha por la libertad quiere permanecer vivo, porque muerto no puede disfrutarla. Su esfuerzo no podrá ser en vano: el guerrillero no es un mártir. Esto significa que adherirse a una causa no es perder la vida ni entregársela a otros, sino pasarla mejor, es decir, usar la inteligencia y responsabilizarse de ella. El guerrillero sigue siendo un individuo, con su bios, su historia, su biografía, su valor añadido a la lucha, personal y característico. No podrá ser jamás una unidad sustituible por otra en el plano geométrico del conflicto.

Los gobiernos concebían los hombres sólo como masas; pero nuestros hombres, al ser irregulares, no se reagrupaban en formaciones: seguían siendo individuos. La muerte de uno solo de ellos, como una piedra arrojada al agua, dejaba una señal durante un instante donde sucedía, pero de aquella muerte irradiaban círculos de dolor. Nosotros no podíamos permitirnos pérdidas. (Los siete pilares de la sabiduría, cap. XXXIII)

Si la guerrilla no se vale de batallones, sino de bandas que hacen incursiones, es decir, de pequeñas comunidades móviles repartidas por el territorio, cada una de ellas es importante y esencial y no puede ser enviada a la masacre. La guerra clásica se basa en el principio ajedrecístico de la sacrificabilidad de las unidades implicadas, la guerrilla en cambio en el opuesto exacto, es decir, en el de su insustituibilidad. Lawrence deduce de aquí que el guerrillero no debe morir.

En consecuencia, el modo pensado por Lawrence para derrotar a los enemigos sin entrar en contacto con ellos se centra completamente en el sabotaje y en la obstaculización de la producción y de la comunicación, más que en una ofensiva bélica en sentido estricto.

Un soldado bien equipado, bien nutrido, caliente y descansado es difícil de vencer; un soldado hambriento, cansado, con frío, ya ha sido vencido. Por eso es más eficaz y menos arriesgado atacar los bienes materiales del adversario, más que a sus soldados. Dificultar el aprovisionamiento y el abastecimiento debilita al enemigo más que un ataque a sus fuerzas, ya que los soldados siguen estando vivos y deben ser reabastecidos, dañando así cada vez más la economía del adversario. El movimiento que da la victoria consiste en dificultar la vida del adversario más que en quitársela. Los ataques del guerrillero tienen por tanto un objetivo principal, por no decir único: las vías de abastecimiento.

Este ataque era sólo nominal, y no iba dirigido contra sus hombres sino contra sus materiales -y no contra los más preciados, sino contra los más accesibles. (Guerrilla)

Nosotros no teníamos bienes materiales que perder; por eso nuestra mejor línea de conducta era no defender nada y no disparar contra nadie. Nuestras bazas eran la rapidez y el tiempo, no la potencia de fuego. (Los siete pilares de la sabiduría, cap. XXXIII)

Históricamente, casi toda la actividad bélica de los árabes se dirigió de hecho a la destrucción de las infraestructuras (puentes, carreteras, vías férreas, estaciones) y de las fuentes de abastecimiento del enemigo (víveres, municiones, agua, ganados), practicando gran cantidad de pequeñas y grandes incisiones en las raíces que nutren al árbol hasta dejarlo seco. Obligar al adversario a dedicarse constantemente al mantenimiento y reconstrucción de las propias líneas y medios de vida equivale a tener abierta una falla en su sistema de control, que se hace cada vez más difícil de gestionar, con una hemorragia constante de energías y dinero. Y todo esto sin disparar ni una sola bala, permaneciendo siempre en un lugar distinto al del enemigo y sin que éste pueda hacer nada. La clave de la victoria, para quien combate contra un ejército regular, es explotar la misma “regularidad” del adversario, es decir, obligarlo a desangrarse, hacerle cada vez más cara la defensa y el mantenimiento de sí mismo, hasta el colapso moral y económico.

La misma idea se refuerza si examinamos el factor “psicológico”, esto es, el elemento moral y ético.

El guerrillero debe tener en consideración la psicología del adversario, pero no menos la de quien está detrás de él, la de quien lo apoya y quien está mirándole, es decir, la del espectador de la guerra. El uso de los medios de comunicación de masas resulta fundamental. Lawrence afirma que la prensa escrita (pero se podría decir lo mismo de todos los medios de comunicación) es el arma más potente en el arsenal de un comandante.

Mientras el ejército regular, basado en una disciplina férrea que obliga a los hombres a la obediencia, tiene un departamento al que se le encarga la propaganda, un ejército guerrillero tiene en cada combatiente un centro de comunicaciones.


En otras palabras, la que Lawrence llama “el arma metafísica” es la fuerza de convicción de un ejército, concebido más que nada como movimiento de opinión. Cuando has convencido a la mayor parte de los habitantes de un territorio de que tus razones son justas, ya has vencido, la presencia o la ausencia del enemigo se convierte en una cuestión secundaria. Porque a partir de ese momento tendrá a toda la población en su contra y todas sus decisiones se le volverán en contra. Una vez más se afirma el principio según el cual el enemigo no es más que una contingencia que hay que neutralizar, no el referente dialéctico de acción, ya que la idea de libertad propugnada es justa hasta llegar a poder prescindir de su presencia.

Por lo tanto, el punto de fuerza del guerrillero reside más en la capacidad de contagiar con sus propias ideas a la población civil, que en la eficacia de la acción militar directa. El conflicto no es físico, sino moral, político. Y así no hay solución de continuidad entre conflicto y consenso, sino que ambos son dos elementos que se funden el uno en el otro.

Lawrence teoriza una rebelión de naturaleza muy particular, en la que los adversarios no se ven ni se enfrentan nunca. “Una revuelta no es una guerra, si acaso un gesto para tiempos de paz: como una huelga general” (Los siete pilares de la sabiduría, cap. XXIII). En otras palabras, la guerrilla que pretende Lawrence no es -como quieren los revolucionarios del siglo XX- la vanguardia armada de un movimiento social y político, es el movimiento mismo; es justo como el viento, a la vez el aire que se respira y el gas venenoso que hacemos respirar al enemigo.


3. El soldado y el guerrillero

La doctrina militar clásica no llega a prescindir de la potencia del fuego, de la cantidad de fuerza desplegable a la vez.

Por el contrario, la teoría de la guerrilla se basa en el ahorro de fuerzas y en su dislocación. Pero en particular se rige sobre una concepción completamente distinta del combatiente.

“El arte militar sacrifica deliberadamente la capacidad del individuo para reducir los elementos inciertos, el factor binómico, en la humanidad alistada”. Esto, en los ejércitos regulares, lleva a un rendimiento del cien por cien en el que el “noventa y nueve deben adaptarse al hombre más débil de la compañía. El objetivo es hacer que la unidad sea una unidad, el individuo un tipo, para poder calcular con anticipación los resultados de una acción colectiva y obtener de todos un esfuerzo igual en fuerza y carácter. Cuanto más absoluta es la disciplina, más desaparecen las cualidades individuales, pero más seguro es el esfuerzo colectivo” (Los siete pilares de la sabiduría, cap. LIX).

¿Qué tipo de combatiente se construye en un contexto de este tipo? No el que sirve a la guerrilla. Si ésta descendiese al terreno del enemigo, si se hiciese como el enemigo mismo o si se dejase encontrar allí donde se la espera, habría perdido, pues sus fuerzas, dispuestas en una línea única y divididas en batallones, no lograrían nunca igualar la potencia del adversario. Para Lawrence los combatientes no deben renunciar a su especificidad, ni ser des-responsabilizados del progreso de la acción bélica. Al contrario, es necesario que sean partícipes en todo momento de lo que ocurre y que se adhieran a cada instante a las decisiones tomadas. El guerrillero no debe nunca renunciar al uso de la propia inteligencia crítica y de la propia voluntad.

En consecuencia, el equilibrio del ejército guerrillero es “el máximo de desorden”. Cada combatiente puede volver a casa cuando quiera, no tiene ningún vínculo respecto a un mando superior, y nadie le acusará de ser un desertor. El ejército guerrillero no tiene ninguna disciplina. El intento de disciplinar a un voluntario, de obligarlo a la convivencia forzada con otros individuos, está destinado a fracasar. Una convivencia forzada esconde y aplasta malhumores, incompatibilidades, discordias, diversidad de puntos de vista. Conduce a una simplificación que garantiza una mayor eficiencia de la masa, pero a costa del rendimiento del individuo, incluso de su degradación. La guerrilla es antes que nada una guerra individual, en la que cada voluntario está obligado a rendirse cuentas a sí mismo y no puede delegar en nadie (superior o inferior) la responsabilidad y el resultado de las propias acciones. La afirmación de que en el ejército guerrillero todos son generales significa que están obligados a un esfuerzo “intelectual”, no pueden limitarse a asaltar al enemigo cuando se le ordena o a ordenar que otros lo hagan. La guerrilla es una actividad articulada política y social, de interrelación, conflicto y diálogo.

Una guerra de fuerzas irregulares se presenta así como algo más intelectual que una carga con bayoneta, más cansada que el servicio en la obediencia cómoda y mimética de un ejército regular. Cada combatiente debe tener un amplio terreno a su disposición. En la guerrilla, cuando dos hombres están consagrados a la misma misión, al menos uno de ellos está siendo desaprovechado. Nuestro ideal habría sido poder hacer de nuestras batallas una serie de duelos, de nuestros grados una feliz alianza de dúctiles comandantes en jefe. (Los siete pilares de la sabiduría, cap. LIX)

Pero esto vale sobre todo para las “comunidades” que componen la red guerrillera. Tal vez la principal habilidad de Lawrence fue la de lograr alinear en el mismo bando a los clanes de beduinos de Arabia. Y lo consiguió sin forzar a nadie ni instaurar disciplina alguna. Más allá de las dotes diplomáticas, que no le faltaban, utilizó un método más ingenioso. Recomponiendo continuamente el mapa bélico, y explotando la movilidad total de las fuerzas a disposición, hacía entrar en acción de cuando en cuando a las comunidades que residían en los territorios útiles.


El doble desplazamiento geométrico encuentra aquí su sublimación. Mantener móviles las comunidades y al mismo tiempo hacer rotar todo el cuadro bélico, atacando un punto en lugar de otro, enviando a la acción a una comunidad en lugar de otra, negándose constantemente a fijar un epicentro de las operaciones militares.

El ejército igualitario e indisciplinado de Lawrence no tiene ninguna pretensión “parlamentaria” o “representativa”, no es un ejército “democrático”, sino un ejército organizado sobre la base de las diferencias y las especificidades. No es un ecumenismo forzado por su visión de la lucha. Para Lawrence basta con que todos participen en el mismo impulso, cada uno con sus medios, cada uno en su propio ámbito de acción, donde puede dar lo mejor de sí. En lugar de la busca de un mínimo común denominador, se trata de la de un máximo común múltiplo, que exalta las cualidades particulares en lugar de la cantidad indistinta.

La distribución de los grupos móviles no fue ortodoxa. No podíamos mezclar o combinar tribus distintas, a causa de sus diferencias: tampoco era posible que una tribu entrara en el territorio de otra. En compensación, buscamos la dispersión máxima de las fuerzas. Añadimos la ubicuidad a la rapidez usando un distrito el lunes, otro el martes, un tercero el miércoles, y esto reforzó nuestras dotes naturales de movilidad. Más tarde, nuestros mandos recibieron hombres frescos de cada nueva tribu, conservando así su energía inicial. En realidad, nuestro equilibrio se basaba en el máximo desorden. (Los siete pilares de la sabiduría, cap. LIX)

Según Gilles Deleuze y Felix Guattari, esta tipología guerrera está conectada intrínsecamente a la naturaleza nómada y antiestatal de las poblaciones que practican la guerra irregular, y no al territorio en el que ésta se practica. Los nómadas comparten una concepción lisa del espacio, es decir, que conceben el espacio como un vacío atravesable y extendible, ya sea estepa, desierto o mar.
Deleuze y Guattari reconocen a Lawrence el haberse inspirado en la guerra marítima utilizando el desierto como un océano. En otras palabras, la disponibilidad de un espacio vacío sin límites en el que moverse a placer para atacar las fronteras estatales, los puestos avanzados, las guarniciones del imperio. Tan sólo un pueblo nómada, que lleva consigo todo lo que necesita, y comparte esta idea del espacio, puede practicar este tipo de guerra. Lawrence lo explica claramente en muchos pasajes y sostiene que era precisamente la autosuficiencia del combatiente árabe a la hora del abastecimiento lo que le otorgaba ventaja sobre el ejército regular enemigo, que, en cambio, al estar estructurado como un árbol, necesitaba largas y vulnerables cadenas de aprovisionamiento, de las raíces a las ramas más finas. Mientras el ejército árabe era el espejo de la sociedad nómada, en constante devenir, el turco reflejaba el estatismo y la complejidad del estado, del imperio, con sus infinitas ramificaciones burocráticas, jerárquicas y despersonalizadas.

En el espacio liso del desierto, como en el del mar, el nómada es el mejor soldado.


El guerrillero, por lo tanto, es esencialmente nómada y no concibe la guerra como conquista y mantenimiento del territorio, por lo que no aspira a cerrar el espacio en las fronteras de lo “propio”, sino a abrirlo y hacerlo atravesable. El hecho es que allí donde el soldado regular ve sólo desierto, el guerrillero ve una red articulada de pistas y líneas por las que desplazarse: un espacio a poblar, que coincide con su mundo y al mismo tiempo lo supera.

[…] hemos visto que la máquina de guerra es la invención nómada, porque es en su esencia el elemento constitutivo del espacio liso, de la ocupación de este espacio, del desplazamiento por este espacio y de la composición correspondiente de los hombres: éste es el único verdadero objeto positivo (nomos). Hacer crecer el desierto, la estepa, todo lo contrario que despoblarla. (Mil mesetas, cap. 12, “Tratado de nomadología”, 1980)

La guerra contra los estados es sólo una consecuencia de la naturaleza nómada, no de una voluntad destructora o dominadora. Lawrence afirma que los árabes, por mucho que los despreciaran, nunca habrían alzado un dedo contra los turcos si estos les hubiesen dejado ser libres de decidir su propio destino.

La actitud del guerrillero no es negativa: es el máximo de la positividad.



4. Los dos pilares de la guerrilla

El factor discriminante trazado por la teoría de Lawrence no es el que hay entre la guerra regular y la guerrilla, patrimonio de todos los teóricos militares, sino más bien el de distintas formas “políticas” aplicadas a la lucha.

Los guerrilleros revolucionarios conciben sus propios ejércitos populares como movimientos políticos armados. La peculiaridad de Lawrence está en la afirmación de un modelo de guerrilla anti-dialéctico y anti-militar en sentido estricto. La revuelta no tiene nada que ver con la dialéctica de la guerra, es un movimiento que encuentra en sí mismo, en su propio devenir, en su propia red de relaciones, las formas y razones positivas para afirmarse en el mundo; no se define a partir de un enemigo ni se dirige contra él. La derrota del adversario está incluida en las razones materiales e ideales del movimiento, que como una marea inunda y sumerge el espacio útil. Esto no significa que se renuncie al conflicto, al contrario, sino que se rechaza la identificación con el enemigo, con sus reglas de juego, actuando sobre el terreno y sobre el espacio circundante, sobre el contexto, y cambiándolo de signo.

La guerra irregular viene a ser aquello que Willisen definía como estrategia, “el estudio de la comunicación” en su grado extremo, para atacar ahí donde el enemigo no está. (Guerrilla)

El regate del enemigo se produce a través de un devenir constante, una actividad “lingüística”, comunicativa, entendida como acción social, experimento y práctica de la imaginación.
Esta estrategia, o mejor, este colapso de estrategia y táctica, nace de una actitud nómada, que desordena la medida del terreno, del mundo, por parte del adversario, pues se vale de una geometría distinta, reinventándola de arriba abajo y haciendo del absurdo lo que es posible desde un punto de vista realista.
La insurrección armada deviene metáfora cargada de signos, útil para vehicular el sentido mismo de la posibilidad contra el poder. Ésta no es una contraposición de fuerzas, sino fenómeno lingüístico y mitopoiético, que da inicio a una narración distinta del mundo.
Del mismo modo, el ejército guerrillero no es vanguardia de clase o anuncio de un acontecimiento por venir, sino agente político directo, símbolo de una relación distinta entre los humanos. Coincide con los prerrequisitos del contexto que pretende crear.
La guerrilla nómada es lo opuesto de un ejército, el universo de signos que vehicula es inversamente proporcional a su fuerza militar. Combate para convencer, no para vencer; para la diversidad, no para la identidad; para transformarse antes que nada a sí misma en el espacio renovado por el viento del que es vector, no para plasmar el mundo a su imagen y semejanza. El viento no se conserva, simplemente sigue soplando, erosionando y moviendo las formas sólidas al mismo tiempo que se desvía.


La naturaleza del movimiento-guerrilla es por tanto reticular y vaporosa, en la medida en que la red de la comunicación puede llegar a coincidir con la del entero devenir social, con las fuerzas vivas que se mueven en el plano del mundo y de los mundos posibles. La resistencia contingente del enemigo es debilitada, invertida, por la construcción de nuevas pistas, nuevos mapas del espacio “desierto” que poblar, sobre las cuales se mueve a la velocidad del viento, y que hacen a la parte adversa prisionera de la propia inmovilidad, dejándola empantanada en la defensa de un simulacro.

Todo esto no quita nada de importancia a los objetivos materiales de la lucha. Lawrence dice que es mejor actuar sobre los nexos y vínculos, más que sobre las fuerzas enemigas; cortar los suministros, más que aceptar el enfrentamiento; ser imprevisibles, en lugar de repetirnos, incluso cuando una decisión nos ha llevado al éxito:

Nunca sucedía que las circunstancias de un ataque se repetiesen, y por tanto ningún sistema podía aplicarse dos veces: además la variedad de nuestras acciones distrajo el sistema de información enemigo de la pista adecuada. Los batallones y las divisiones idénticas mostraban su punto débil a la información, ya que la composición de un cuerpo de tropa puede considerarse idéntica a la de otras compañías. Nuestras fuerzas dependían en cambio de la inspiración del momento. (Los siete pilares de la sabiduría, cap. LIX)

Los fundamentos de la guerrilla-movimiento son por tanto dos: la movilidad, como mejor forma de defensa; y el pensamiento, como mejor forma de ataque.
Sustraerle los blancos al enemigo y “convertir a cada individuo en un ser amigable” son las claves de la victoria.

En una treintena de palabras: hacer de la propia movilidad una metáfora de la mutación social, ser portadores del mismo cambio, actuando por contagio a lo largo de las líneas del desierto, que conducen a cielos y tierras nuevos.


Yo suscité e impulsé con la fuerza de una idea uno de estos golpes de mar (y no uno de los menores), hasta que alcanzó y superò su cima, y rompió en Damasco. El reflujo de aquella ola, rechazado por la resistencia de los objetos envestidos, dará materia a la próxima ola, cuando, llegado el tiempo, vuelva la marea. (T. E. Lawrence, Los siete pilares de la sabiduría, cap. III)
Noviembre 2003


Bibliografía:

K. von Clausewitz, De la guerra, 1832

G. Deleuze - F. Guattari, Mil mesetas, 1980
V.N. Giap, Guerra del pueblo, ejército del pueblo, 1961
E. Guevara, La guerra de guerrillas, 1960
T.E. Lawrence, Guerrilla, 1929
T.E. Lawrence, Los siete pilares de la sabiduría, 1926
N. Lenin, Sobre la guerrilla, 1906
M. Zedong, Problemas estratégicos de la guerra antijaponesa, 1938 
M. Zedong, Sobre la guerra de larga duración, 1938 

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