Arquitectura no apta para las élites

El Turner 2015 ha recaído en un vecindario. En cuatro calles de un suburbio degradado de Liverpool, habitadas por vecinos inconformistas. En un humilde movimiento de resistencia ciudadana. En un puñado de aspirantes a arquitectos, menores de 30 años, que componen el colectivo Assemble y que, al ponerse a trabajar con los vecinos, han abierto sin quererlo un debate sobre el papel del arte y la arquitectura después de la Gran Recesión.
Pablo Guimón | Babelia | El País



Cada otoño, por obra y gracia del Premio Turner, el público británico se formula la misma pregunta estéril: “¿Esto es arte?”. Tiburones en formol, camas deshechas con bragas sucias, cuadros pintados con caca de elefante. El revuelo suele durar unos días, al término de los cuales se levanta un palmo más la barrera que separa al establishment artístico del mundo real. El Turner fue un eficaz mecanismo para estirar los límites del arte. Con el tiempo, se erigió en símbolo de esa élite que, edición tras edición, se ríe con condescendencia al leer los titulares de los tabloides, incapaces de comprender la sutileza de sus provocaciones.

Pero algo ha cambiado este año. Un leve giro que ha devuelto al premio más prestigioso del arte británico su influencia perdida. La manida pregunta se ha vuelto a escuchar. La diferencia es que, esta vez, la formula el propio establishment artístico.

El Turner 2015 ha recaído en un vecindario. En cuatro calles de un suburbio degradado de Liverpool, habitadas por vecinos inconformistas. En un humilde movimiento de resistencia ciudadana. En un puñado de aspirantes a arquitectos, menores de 30 años, que componen el colectivo Assemble y que, al ponerse a trabajar con los vecinos, han abierto sin quererlo un debate sobre el papel del arte y la arquitectura después de la Gran Recesión.

Un debate del que, por cierto, ellos prefieren mantenerse al margen. “Hay una extraña fascinación por cómo te llamas a ti mismo”, opina Anthony Engi-Meacock, uno de los 18 miembros de Assemble. “Nosotros pensamos que lo importante es el trabajo y que el sombrero que te pongas es irrelevante. Nos interesa el aspecto político. ¿Puede el arte usarse para transformar las vidas de la gente? Esta idea del mercado es relativamente reciente, el arte es más complicado que eso. Pero somos muy jóvenes y no nos vamos a convertir de repente en expertos en nada. Me alegra que el debate esté sucediendo fuera de nosotros”.
Engi-Meacock charla con EL PAÍS en la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Westminster, donde imparte clases, igual que otros de sus compañeros de Assemble, ninguno de los cuales ha completado aún la formación que se exige para ejercer de arquitecto en Reino Unido. Desde que ganaron el Turner el 8 de diciembre, el interés mediático es tal que han tenido que repartirse las entrevistas entre los miembros. Con su camisa de cuadros, sus gafas sin montura, su melena despeinada y su Macbook, podría pasar por cualquiera de los estudiantes que deambulan por la Facultad. Hace solo cinco años era uno de ellos.
“Salimos de la Universidad en medio de la recesión, y no había demasiado trabajo”, explica. “Assemble nace de un deseo de construir algo juntos. El grupo es el resultado del primer trabajo que hicimos”.
Habla de Cineroleum, la transformación temporal de una gasolinera abandonada en una sala de cine, realizada en 2010 en el este de Londres. Un cortinón de planchas de aislante de tejados se desplegaba desde el viejo techo de la gasolinera cerrando la sala. Al terminar la proyección, se recogía el telón y el edificio se desmaterializaba fundiéndose con la calle. Lo construyeron un centenar de voluntarios, experimentando y aprendiendo juntos. Una reflexión sobre lo público, sobre los espacios abandonados de la ciudad, sobre la importancia del proceso. El proyecto ya apuntaba algunos de los intereses de Assemble y no tardó en reclamar la atención de los expertos. “La gente respondió bien porque estaba hecho por placer”, opina Engi-Meacock. “Y ese poder del placer es algo que hemos querido mantener en todos nuestros trabajos”.
Después vino Folly for a Flyover (locura para el paso elevado), otro proyecto efímero. Un centro cultural debajo de una carretera elevada del barrio de Hackney. Los despojos del desarrollo urbanístico moderno convertidos en un amable espacio público. Se construía ensamblando piezas como en un juego, cualquiera podía participar. A mitad de proyecto decidieron bautizarse como Assemble, palabra que en inglés posee dos significados: montar y congregar.
Tenían un nombre y un discurso. Podían haber aprovechado la inercia y enlazar un proyecto pop up detrás de otro. Pero en 2013 el destino de Assemble se cruzó con el de unos vecinos de Granby Four Streets, un conjunto de cuatro calles de casas adosadas victorianas en Toxteth, Liverpool, que llevaban invertidos casi 30 años de sus vidas en dignificar y proteger su barrio.
En 1981 Toxteth fue el escenario de unas violentas revueltas callejeras. Desde entonces el barrio cayó víctima del abandono. Las autoridades locales realojaron a los ocupantes de las viviendas sociales en otras zonas. Las casas se fueron vaciando, las calles dejaron de limpiarse y quedó una especie de barrio fantasma de 200 casas con unas pocas decenas de vecinos. La idea era demolerlo entero y construir algo nuevo más barato. Pero el grupo de vecinos que se quedó no estaba dispuesto a permitirlo.
“La manera en que los Gobiernos se enfrentan al deterioro urbano tiene algo de arrogancia de clase: te dicen cómo debes vivir”, explica Michael Simon, sociólogo y uno de los vecinos resistentes. “Nosotros creemos que esos acercamientos a gran escala no funcionan. Creemos en las intervenciones pequeñas. El 70% de las casas estaban abandonadas, pero la comunidad quería quedarse e involucrarse en la regeneración. La Administración hablaba en sus planes de ‘deterioro dirigido’, eso da idea de la distancia entre lo que ellos creían apropiado y lo que quería la comunidad”.
En 2010 llega el Gobierno de coalición de David Cameron con su empeño por recortar el gasto público para reducir el déficit. La tijera se ceba en las Administraciones locales. Liverpool, desde 2010, ha visto su financiación reducida en un 58%. Los grandes planes urbanísticos acabaron en el cubo de la basura y Granby Four Streets se quedó vacío y sin futuro. “Entonces no tuvieron más remedio que escuchar nuestras ideas”, explica Simon. “De repente, todo se convirtió en viable”.
Los vecinos se organizaron. Y en 2013 lograron la financiación de una compañía de inversión social, Steinbeck Studio, que les puso en contacto con Assemble. “Buscaban un arquitecto para sacar su proyecto adelante”, recuerda Engi-Meacock. “Y nuestra lectura de cómo debía suceder era muy parecida a la suya. Creíamos que el proceso debía estar dirigido por la comunidad. Los vecinos resistieron durante el tiempo suficiente para que el clima político cambiara y las autoridades se dieran cuenta de que los desarrollos de tabla rasa de los alrededores tenían muchos problemas, porque habían roto las comunidades y la gente no se sentía implicada con su ciudad”.
Para cambiar las cosas, sostiene Engi-Meacock, hacen falta “pequeños actos de rebeldía”. “Lo primero que hicieron fue pintar las casas”, prosigue. “Estaban hartos de verlas caerse en pedazos, y las pintaron. Las calles estaban vacías, entonces colocaron plantas. Tuvimos mucho cuidado para que esos actos espontáneos continuaran”.
Con Assemble como catalizador, las casas se están restaurando poco a poco. Se están volviendo a llenar de gente dispuesta a implicarse. En una segunda fase está prevista la construcción de un jardín de invierno en una casa de la que solo quedan las paredes. Los vecinos participan en la construcción y en talleres que recuperan la tradición de lo que fue un barrio de artesanos a principios del siglo pasado.
Hay quien ha advertido del peligro de que iniciativas como esta sirvan de coartada a los Gobiernos para eludir sus responsabilidades. Que suplan la inversión estatal en nombre de la Big Society que preconizaba Cameron. “Somos conscientes de ello”, asegura Engi-Meacock. “Al final, el problema fundamental es que el Gobierno no está construyendo vivienda social. Y esto no es la solución. Lo peor que puede suceder es que sea utilizado como una justificación de la austeridad. Pero se trata de ser pragmáticos. No vamos a cambiar de repente la narrativa, lo que sí podemos hacer es mostrar maneras en las que con una inversión relativamente pequeña se puede hacer mucho”.
El Turner a Assemble cuestiona un modelo de arquitectura que, igual que el arte, parece haber perdido en algún momento su capacidad de influir en las comunidades donde más se necesita. “La idea de la vivienda como activo económico la despoja de la narrativa arquitectónica”, opina Engi-Meacock. “Los edificios no son iconos ni acciones, sino espacios que la gente usa”.
Los jóvenes de Assemble no están solos. Arquitectos de todo el mundo actúan con conciencia social en las grietas que la crisis ha abierto en las ciudades. El propio cuartel general del colectivo es un ejemplo de esa práctica: sus Sugarhouse Studios se levantan en un solar en Stratford, al este de Londres, cedido temporalmente por Ikea. Es un complejo que aloja su estudio, espacios para otros artistas y un local para pequeños eventos.
El reto es si esa corriente que fluye por los márgenes podrá pasar al cauce general y llegar a definir las ciudades. “No lo sé”, reconoce Engi-Meacock. “Somos jóvenes y poco experimentados. Si estás explorando ideas, tiene sentido hacerlo a pequeña escala. Te permite pensar lo que funciona y lo que no, para ser capaz de replicarlo a escala mayor. Nosotros no tenemos un método que se pueda replicar. Nuestro único método es resaltar la importancia de no tener un método. Pensarlo todo, hablarlo, debatirlo. Alguien describió nuestra oficina como una conversación constante, y esa es su fortaleza. Es una cosa mutante, basada en una serie de creencias. No somos personajes heroicos que llegan y lo arreglan todo. Somos los que llegan y hablan con la gente. Somos facilitadores. Se trata de trabajar juntos y encontrar huecos. Y si hay suficiente gente jugando en los márgenes, quizá las cosas puedan llegar a cambiar”.

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