Jóvenes Papas, viejos comunistas. Contra la política de la amabilidad

La política no puede ser un espectáculo del sábado noche en el que elegimos equipo con la esperanza de que nuestro tertuliano favorito tenga una intervención brillante. La política no tiene que ser amable, ni decir a la gente lo que quiere escuchar, que no es más que lo que otros interesadamente han sentenciado como lo razonable.

Daniel Bernabé | La Marea

Foto Joan A. Martí



Voy a empezar hablando de una serie y un documental. Curiosamente la primera es una ficción que parece anticipar un hecho plausible, mientras que el segundo, mostrándonos un suceso real, se contempla hoy como una ficción. La idea del desarrollo lineal de la historia, como una sucesión de acontecimientos que se superponen con el sosiego del calendario, nos vale para imaginar un concepto inalterable de orden pero rara vez para explicar los saltos adelante, en muy poco tiempo, o los retrocesos pintados como modernidad.

No sé si han visto la reciente El joven Papa, una de esas producciones con gusto cinematográfico de la HBO, dirigida por el italiano Sorrentino. Sin entrar a desvelar mayores tramas argumentales —y ganarme con ello sus iras— la serie gira en torno a la llegada al trono de Roma de un pontífice apenas rozando la cincuentena, norteamericano y apuesto, interpretado por Jude Law. Sin mayores datos cualquier persona pensaría que el hilo narrativo versará sobre un personaje heterodoxo y aperturista enfrentado a la curia católica, al fin y al cabo el apelativo de joven así nos lo debería indicar.

Sin embargo, la ficción dirigida por Sorrentino justo va en el sentido opuesto. Su Papa es un reaccionario que, alertado por el retroceso de la Iglesia, plantea unas medidas extremistas en la línea de expulsar a los homosexuales del ministerio, tachar a los fieles de superficiales o restaurar la liturgia en latín. El poder político vaticano le advierte de unas consecuencias que no tardan en llegar: los católicos, atemorizados, dan la espalda a la Iglesia. Lo interesante es la explicación que el joven Papa da para justificar su aparente maniobra suicida: la Iglesia católica no es una ONG, no está para repartir sonrisas ni consuelo, venderse amable como un producto más. La Iglesia Católica es misterio, infalibilidad y tradición, son los creyentes los que tienen que acercarse a ella con humildad, respeto y devoción total y desinteresada. Dios no es un coacher.

Lo otro de lo que les quería hablar es del documental Le fond de l’air est rouge, realizado en 1977 por Chris Marker. La película se pregunta, casi diez años después de la ola revolucionaria del 68, en qué ha quedado el proyecto emancipatorio. Su propio título, traducido por algo así como La esencia del aire es roja, es un juego de palabras en base a una expresión francesa que viene a decirnos que la revolución, aún presente, no ha acabado de sustanciarse, de tomar tierra. Y, atención, cuando hablamos de revolución no lo hacemos como una metáfora, como una idea abstracta para expresar cambio, lo hacemos —lo hacían en la época— con toda su connotación y dureza, con toda su realidad, lo hacían como se hacía en la Rusia de 1917.

En el documental hay una escena donde se escucha a un hombre, intuimos joven, hablar sobre la muerte de un compañero del Partido Comunista Francés, mientras que vemos las imágenes de la factoría donde estuvo empleado, ese día cerrada por decisión de los trabajadores para rendirle tributo. El narrador comenta, admirado, emocionado pero también pensativo, cómo el camarada muerto había dedicado su larga vida en exclusiva a su partido, a su clase, efectivamente, a la revolución. Cuenta que sufrió torturas en la ocupación nazi, cárcel en la república democrática, privaciones materiales por las reprimendas patronales, pese a ser un excelente y dedicado profesional. “Seguro que perdió muchas tardes de paseo, con sus hijos, su mujer, seguro que se perdió muchas puestas de sol”, cito de memoria.

Quizá, tras los dos pasajes, intuyan por dónde voy. Pero traigamos antes de la conclusión un nuevo cuadro a escena. Eso que se llamó la revolución neoconservadora (las apropiaciones utilizadas por historiadores también son reflejo de quién gana las batallas), es decir, la ofensiva que los ricos, sin más adjetivos, lanzaron a finales de los años 70 para destruir todos los avances de los acuerdos sociales de posguerra, siempre es analizada desde el punto de vista económico y político. Ya sabrán, el despiece del Estado del bienestar, el adelgazamiento del sector público, la desregulación del sector financiero, la pérdida de derechos laborales, la recuperación del individualismo egoísta, la política internacional basada en el militarismo y un clasismo atroz. En definitiva, una macedonia propuesta por extremistas del libre mercado para restaurar la idea victoriana de sociedad. Sin embargo, al analizar esta radicalidad en tirantes, rara vez se explica que el verdadero triunfo de estas ideas no vino de una lucha honrada frente a sus opositores keynesianos y marxistas, sino producto de una estrategia mucho más sibilina.

Si era imposible que la mayoría aceptara tal locura si la lucha se libraba en el campo político, tal y como era concebido en la época, la solución era destruir la política en sí misma. Condenarla a una suerte de, en el mejor de los casos, gestión de una única dirección y, en el peor, una actividad miserable de la que la ciudadanía debía abjurar. La política, hasta ese momento un hecho social transversal a todas las clases, practicada por el parlamentario en las instituciones, por el banquero mediante el susurro, también era propiedad del sindicalista, del estudiante, del activista de barrio, incluso de la escritora, la madre o la campesina. No era algo ajeno a sus vidas, ni algo puntual ni esotérico. El gran triunfo del neoliberalismo fue lograr, no sólo que la gente perdiera interés en la política, que la consideraran una actividad propia de profesionales decadentes, sino sobre todo transformar la política en algo envasable y vendible. La política dejó de ser una actividad social esencial para pasar a competir en el mismo nicho de cualquier entretenimiento. Y claro, perdió.

Desde luego si la política a desarrollar es la del continuismo de la demencia thatcheriana esta situación resulta de lo más conveniente. Si, por contra, la política quiere introducir cambios en este orden asentado no puede conformarse con su forma actual. ¿Debemos volver, como propone el joven Papa de Sorrentino, al latín ideológico? No, pero sí tener en cuenta que si la política quiere trascender de sus lugares habituales, aunque parezca contradictorio, debe volver a ser política dura, esto es, reafirmarse a sí misma en sus esencias como el ejercicio colectivo de conducción de la comunidad.

La política no puede quedar confinada en un edificio, de la misma forma que no puede ser un objeto amable y consumible que el votante, cada cierto tiempo, compra en un mercado electoral. La idea de que la política está para darnos cosas, como si fuera una máquina expendedora de refrescos en el que apretamos sin mayor criterio un botón, es abyecta. La política no puede ser un espectáculo del sábado noche en el que elegimos equipo con la esperanza de que nuestro tertuliano favorito tenga una intervención brillante. La política no tiene que ser amable, ni decir a la gente lo que quiere escuchar, que no es más que lo que otros interesadamente han sentenciado como lo razonable.

Los partidos de izquierdas no compiten hoy contra los partidos de derechas, compiten contra el ocio planificado, contra la amnesia de lo cotidiano y el sopor anestesiante de lo diario, contra un sistema de valores que nos recuerda cada día, cada hora, cada minuto que no hay opción posible, que todo ha sido así siempre y que es imposible de cambiar. Ser de izquierdas no puede estar en el mismo epígrafe que ser aficionado al triatlón, la gastronomía sofisticada o la ornitología. Si ser de izquierdas —luchar contra este desbarajuste que tiene visos de llevarnos de nuevo al precipicio, llámenlo como quieran— es percibido como una opción, ahí sí, estamos derrotados. Porque lo que comprendió el militante de la peli de Marker, y tantos millones más, fue que aquella lucha no era una opción sino algo consustancial a sus vidas, algo que no se elegía, de la misma forma que no podemos elegir otras muchas cosas en nuestra sociedad, todas, casi siempre, decididas por los de arriba. No era una cuestión de formación, ética o valentía, que también, sino de experimentar lo que ahora es ajeno como algo propio.

No se trata de exigir que la enorme brecha entre el entonces y el ahora desaparezca tan sólo enunciando el problema, ni exigir la totalidad de la aspiración a un presente y a unos protagonistas con los sentidos atrofiados y la confianza quebrada. De lo que se trata es de intuir que de entre los que se alejaron de la política o vuelven intermitentes y timoratos hay muchos que agradecerán asumir su papel esencial en reforestar el desierto antes que en volver a ser espectadores pasivos de una promesa de paraíso que saben imposible.

Repitamos juntos: que se joda el votante medio.

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