La peligrosa anarquista, Emma Goldman

"Si no puedo bailar, no quiero estar en su revolución", dijo alguna vez la anarquista Emma Goldman, sin imaginar que aquella frase se convertiría en un eslogan feminista de los años 70. Por sus apasionados discursos políticos, la inmigrante judía ya era conocida en los círculos intelectuales de fines del siglo XIX en Nueva York. Pero como a cualquier veinteañera, también le gustaba bailar. En alguna fiesta, uno de sus camaradas le recriminó por hacer movimientos indignos de su doctrina revolucionaria. La chica se enfureció: "Estaba harta de que me arrojaran continuamente la Causa a la cara. Yo no creía que una Causa que defendía un hermoso ideal, el anarquismo -la liberación y la libertad frente a las convenciones y los prejuicios- negara la vida y la alegría".


Cleia Montesdeoca | ElDiario.esHablar de Emma Goldman es hablar de Libertad. Con mayúsculas. Es hablar de anticoncepción, de amor libre, de antimilitarismo, de maternidad consciente, de asociación y huelga… Para quién no la conozca, fue una mujer que vivió acorde a sus ideas, siempre. De origen judío, nació en junio de 1869 en Kaunas (Lituania), pero se marcharía junto con su familia a San Petersburgo en busca de un futuro mejor. La pequeña Emma tuvo que ponerse a trabajar poco antes de cumplir los 13 años para ayudar en la economía familiar. Siempre tuvo una relación hostil y seca con su padre, un hombre de moral rígida que pretendía casar a su hija a los 15 años, y hacerla vivir a expensas del marido de turno, para atenderlo y como no, ser una madre prolífica. Las expectativas de futuro que tenía su padre para ella la aterraban. Se opuso férreamente a que Emma estudiase pero no lo consiguió. Se enfrentó varias veces a su padre para que la dejara marchar a América junto a su hermana Helena, y de esta manera zafarse del futuro nada prometedor que le esperaba. Cuenta la propia Emma en su autobiografía que, tras amenazar con tirarse al río Neva, su padre cedió. Así fue como a finales de 1885, Helena y Emma dejaban atrás San Petersburgo para enrolarse hacia la tierra prometida.




¿El sueño americano?

Al llegar a EE.UU, se instalaron en casa de una hermana que vivía allí hacía pocos años, en Rochester, en el Estado de Nueva York. La vida allí no iba a ser tan fácil como podrían intuir. Pronto, Helena y Emma, tuvieron que buscar un trabajo para poder costearse de alguna forma el alojamiento en casa de su hermana Lena, que estaba embarazada y la cual no podía hacer frente, junto con su marido, a los gastos de sus dos hermanas más pequeñas. Así, Emma entraría a trabajar en una fábrica de ropa, en donde estaría trabajando de sol a sol, con apenas media hora de descanso, en unas condiciones durísimas, hasta tal punto que no podían levantarse para ir al baño sin permiso. Esto la agotaba profundamente, le consumía la energía y la agónica rutina le ahogaba cada vez más. Decidió dejar el trabajo tras presentarse en las elegantísimas oficinas de la tienda de ropa para la que trabajaba cosiendo a deshora, para pedir un aumento de sueldo al dueño, el cual no tomó en consideración las palabras de la trabajadora. Esto llevó a Emma a buscar otro trabajo, y lo encontró relativamente rápido. Éste era mucho mejor que el anterior, no existía un régimen marcial en el taller y le permitía más tiempo de descanso. Ahí conoció a Jacob Kershner, un muchacho ruso que vivía en Rochester hacía algunos años. Emma se refugió en él y desde un primer momento se sintió atraída, no sabiendo muy bien si por soledad o por amor. Al cabo de unos meses, el resto de la familia Goldman abandonó San Petersburgo para ponerle fin a los sobornos y al ahogo económico que eso conllevaba, pues el padre de Emma estaba harto de pagar para que los dejaran estar ahí por el mero hecho de ser judíos. Con su familia allí, las dos hermanas se mudaron con sus padres y sus hermanos pequeños. Poco después, Jacob también iría a vivir a casa de los Goldman, y con el paso del tiempo, le pediría a Emma matrimonio. Tras muchos intentos, la joven Emma acepta casarse. Su vida de casada dura apenas 10 meses. La chispa se apagó pronto, pues lo que antes le interesaba de Jacob ya había perdido todo el sentido y se había visto envuelta en una vida que detestaba y que por supuesto, no quería vivir. Luchó durante un tiempo hasta que finalmente consiguió el divorcio. Emma se marchó de Rochester a New Haven, en Connecticut, para iniciar una nueva vida. Sin embargo, en algunos meses tuvo que volver a Rochester. Era evidente que viviendo en el mismo barrio que Jacob se encontraría con él. Y así fue. Él la perseguía día tras día, suplicándole que volviera con él, mostrándose arrepentido, jurando que nada sería como antes. Para sorpresa de muchos y para disgusto de su hermana Helena, Emma volvió con él y se volvieron a casar. Todo lo que él le había prometido fue una burda mentira, y esta vez, sin peticiones ni rodeos, Emma lo abandonó para siempre. Así, sin poder contar con nadie de su familia, salvo con Helena, decide marcharse a Nueva York en agosto de 1889.

Haymarket

El 1 de mayo de 1886 comenzó una jornada de protesta por las condiciones laborales en los EE.UU. A las reivindicaciones se sumaron miles de obreros y obreras, y se sucedían las huelgas por todo el país. Se luchaba por la instauración de 8 horas laborales. El día 2 de mayo, hubo una reunión de trabajadores y trabajadoras de la McCormick Harvester Company por el despido de más de 1.000 empleados y empleadas. La policía irrumpió en ella de manera desmedida, asesinando a varios trabajadores. Esto supuso la convocatoria masiva el 4 de mayo en la plaza de Haymarket para protestar contra los abusos de la policía y de la patronal. En plena efervescencia obrera, se sucedieron los mítines durante todo el día, transcurriendo una jornada de lucha obrera pacífica y bastante reivindicativa. Chicago era un grito, era protesta, era el centro de la lucha. Al final del día, la gente estaba dispersa en toda la plaza, apenas quedaban 200 asistentes de los miles que se habían concentrado allí durante todo el día. Alguien da la orden de dispersar lo que había sido hasta entonces una concentración pacífica, y la policía comenzó a cargar. En cuestión de segundos, sonó un estruendo, que alteró la situación de represión que se estaba llevando a cabo en la plaza. La policía empezó a disparar y hubo muertos y heridos entre sus filas, causados presuntamente por sus propios tiros. Otros dicen que fue la bomba lanzada por alguien -que a día de hoy se desconoce-, quien mató a varios policías. Lo cierto, es que se detuvo a ocho anarquistas acusados de lo sucedido aquel día. George Engel, Samuel Fielden, Adolf Fischer, Louis Lingg, Michael Schwab, Albert Parsons, Oscar Neebe y August Spies. Todos ellos condenados por un acto que presuntamente no cometieron, tras un juicio bien montado, con un jurado compuesto por hombres de negocio y un pariente de uno de los policías muertos. Todo esto salió a la luz años más tarde. El día había llegado. El 11 de noviembre de 1887 ahorcaron a George Engel, Adolf Fischer, August Spies y Albert Parsons. Louis Lingg amaneció muerto en su celda, a Michael Schwab y a Samuel Fielden los amnistiaron, y a Oscar Neebe lo condenaron a 15 años de prisión. Desde entonces, estos hombres han sido considerados como los Mártires de Chicago, siendo la referencia de la reivindicación obrera internacional.

Las secuelas del viernes negro

La ejecución de los 4 anarquistas aquel 11 de noviembre de 1887 había dejado una profunda huella en la joven Emma. Fue un viernes. Un viernes negro. Emma había estado leyendo durante meses sobre anarquismo y todo lo que se publicaba acerca de los hombres condenados de Haymarket. Se había empapado de la esencia libertaria y consideraba que el asesinato impune de aquellos cuatro anarquistas no debía quedar así, más aún, sabiendo que no se juzgaba a cuatro hombres, si no que se estaba juzgando al Anarquismo. Los medios de comunicación jugaron de nuevo un papel crucial en la criminalización de los y las anarquistas, demonizando cualquier acto o idea libertaria. Era considerado terrorismo. Crearon confusión y miedo entorno al anarquismo. Emma se había propuesto defender aquellas ideas que le cautivaron el alma y le calaron profundamente hasta el final de sus días. Quería un mundo libre, libre de las manos de un sistema que ahogaba a la clase trabajadora y encumbraba a aquellos que habían nacido en cuna de oro.

Estando ya en Nueva York conoció a Johan Most, director de la revista anarquista ‘Die Freiheit’, por quién sentía gran admiración, y a un joven muchacho, Alexander Berkman, a quien llamaría cariñosamente Sasha. Berkman y Emma fueron grandes compañeros, camaradas, amigos, amantes. Sus primeros pasos dentro del movimiento anarquista los dio con él, aprendió de su carácter rígido y su ferviente devoción por la Causa. Divergía con Sasha en la percepción de que había que deshacerse de muchas cosas si querías estar dentro del movimiento. De la belleza por ejemplo, de las cosas hermosas de la vida. Emma se repetía a sí misma cómo poder desprenderse de esos anhelos para ser una “buena revolucionaria". Con el tiempo lo comprendería. Tras el atentado que emprendió Sasha contra Henry Clay Frick, presidente de la Carnegie Steel Company, todo cambió. Esta tentativa de homicidio llevó a Sasha a la cárcel. Pretendía dar un golpe en la mesa para vengar el asesinato de aquellos obreros de una fábrica de acero, en donde Frick tuvo que ver. A partir de entonces, la carrera de Emma comenzaba. Daba mítines, charlas, arengaba a las masas. Fue considerada la mujer más peligrosa de América. Estuvo detenida en varias ocasiones, eso le sirvió para curtirse y para seguir formándose, pues tenía mucho tiempo libre para leer. Finalmente, fue deportada. Vivió en la URSS junto con Sasha, aunque acabaría por desilusionarse y cuestionar el régimen soviético por su postura anti autoritarista. Se instalaría en varios países, y visitaría muchos de ellos para dar mítines y charlas, siempre desde su visión libertaria. El mundo necesitaba oírla.

La mujer más peligrosa

Desde su infancia, Emma se había enfrentado a cualquier norma que le impusiesen. Fue una mujer adelantada a su época, aún sin tener los conocimientos que más tarde adquiriría. Habló del amor libre. Ella preguntaba: "¿Acaso el amor puede ser otra cosa más que libre?". Emma sostenía que no había fuerza en el mundo para someter al amor, ni dinero para comprarlo, ni golpes para amedrentarlo. Su firme oposición al matrimonio la hacían distanciarse del marcado pensamiento marital de aquella época. “El amor, el elemento más fuerte y profundo de toda vida, presagio de esperanzas, de alegría, de éxtasis; el amor que desafía a todas las leyes, a todas las convenciones; el amor, el más libre, el más poderoso modelador del destino humano, ¿cómo puede esa fuerza todopoderosa ser sinónimo del pobre engendro del Estado y de la Iglesia que es el matrimonio?”, cuestiona Emma en su escrito ‘Matrimonio y amor’. Ella conocía de primera mano la experiencia aciaga del matrimonio. No podía entender el trato desigual del hombre con respecto a la mujer, su omisión como ser humano, de sus inquietudes y sentimientos. Entendía que el matrimonio convertía en un mero parásito a la mujer, y la condenaba a una vida dedicada a cuestiones banales, al cuidado de los hijos y del marido. Goldman criticaba duramente la figura social de la mujer, reprimida en deseos, en sexualidad. Reivindicaba la decisión de cada mujer de ser madre o no, y por supuesto, renegaba de la intromisión del Estado en algo que consideraba íntimo. Fue su incansable labor para empoderar a las mujeres lo que la hizo un referente dentro del feminismo. Emma sacó adelante la revista Mother Earth, contando con su amigo Sasha como editor, la cual le permitió divulgar todos esos pensamientos que le asaltaban desde el anarquismo.

El reducto anarquista en España

Emma estaba al tanto de todo lo que acontecía en España desde el estallido de la Guerra Civil. Recibió emocionada la invitación para ir a Barcelona donde la recibieron con una inmensa alegría. Era todo un mito. Alabó el trabajo que se estaba llevando acabo y sentía que allí estaba la semilla de la Revolución que podría gestarse. Se interesó por la organización de la resistencia. Incluso estuvo en el campo de batalla, en el frente de Aragón, en donde pudo charlar con Buenaventura Durruti. Había quedado maravillada de las historias que le llegaban sobre él y su Columna. Goldman no era partidaria de la disciplina castrense, y en su texto Durruti ha muerto, pero está vivo todavía, muestra cómo Durruti explica la manera con la que lleva a cabo su labor en el Frente: “He sido un anarquista toda mi vida –replicó–, y espero seguir siéndolo. Me parecería realmente  triste que tuviese que convertirme en un general y gobernar a los hombres con la disciplina castrense. Han venido a mí voluntariamente, están preparados para entregar sus vidas a la lucha antifascista. Creo, como siempre he creído, en la libertad. La libertad que descansa en el sentido de responsabilidad. Creo que la disciplina es indispensable pero tiene que ser una disciplina interior motivada por un propósito común y un fuerte sentimiento de camaradería”, afirmó Durruti.

Mi querida Emma

Emma Goldman fue una mujer que vivió acorde a unos ideales, a una fe inamovible que la llevó a ser la mujer más odiada y más temida por los poderes. Fue alguien molesto que hablaba incendiariamente, despertando conciencias de quienes aún permanecían dormidos por el somnífero del capital, del “nuevo mundo” de unos pocos que viven a costa de unos muchos; fue la daga que se clavó en el corazón de un sistema que no contempla la libertad del individuo, que lo explota y lo discrimina  y que te marca de por vida si no caes en su juego. Fue una valiente, una soñadora, una visionaria. Tuvo el coraje para sembrar la semilla de las dudas, de las cuestiones para cambiar una rutina social que acostumbraba tener a las mujeres como espectadoras de las decisiones políticas y sociales. Se enfrentó a una moral establecida, para reivindicar el derecho de las mujeres a vivir una sexualidad plena y a conciencia, entendiendo que la maternidad no era el fin en la vida de una mujer. Emma sabía que existía un mundo oculto para ellas, y lo cuestionaba, y sabía que su discurso visceral contra el orden establecido escocía a los principales beneficiados de esa desigualdad latente. El temor que le pudieran tener iba más allá de bombas y disparos. Porque el peor atentado para un sistema que te anula es el acto de despertar conciencias. Es remover la indignación de la masa que mantiene a unos pocos privilegiados. Es cerrarles el grifo a quienes permiten que el pueblo se muera de sed. Sin duda, lo peligroso de esta mujer era su palabra. Que eso no lo dude nadie. Como diría ella misma, su fin "era la sagrada causa de los pueblos oprimidos y explotados”. Y así fue, hasta que su palabra se detuvo un 14 de mayo 1940.

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