Obrerismo y clasismo en el movimiento del cambio

Brais Fernández y Raúl Parra | Viento Sur. Cuando Lenin comenzó a pensar la cuestión de la organización revolucionaria en “¿Por dónde empezar?” y “¿Que hacer?” tenía un par de cosas claras. La primera, que el embrión del “partido de los de abajo” iba a tener un origen pequeño burgués e intelectual. La segunda, que la clase trabajadora y el campesinado, es decir, las clases productoras de riqueza (“el pueblo”), eran las clases fundamentales para construir una voluntad colectiva alternativa al zarismo.




En el movimiento del cambio y en Podemos hay un debate constante sobre las clases sociales, sobre su rol específico y su constitución material y cultural. El debate está tantas veces mediado por luchas de poder que parece casi imposible sacar alguna conclusión útil. Por aclararnos, los debates políticos y las polémicas son parte del movimiento real. El clamor por la unidad y el fin de estos debates puede ser producto de un cansancio honesto de gente a la que las diferencias les molestan por verlas ajenas a su problemática, o bien, de un aparato incapaz de gestionar las discrepancias y que trata de liquidarlas con la consigna de la “unidad”, eso sí, en torno a sus intereses de fracción. Luego por supuesto, siempre hay toda clase de oportunistas que basculan entre las dos posiciones y que utilizan la consigna de la unidad para evitar tomar partido, estar tranquilos y poder jugar a todas las barajas.

Así pues, no hay que huir de los debates, sino afrontarlos con tranquilidad y compañerismo, con claridad y mucha política. Con el tema de las clases que nos ocupa, hay un primer riesgo claro: volver a la vieja costumbre de los partidos comunistas, inaugurada en la época de Stalin, de arrojar a la cara los orígenes sociales de la gente para desacreditarla. En realidad, si eso se hiciese en Podemos y en el activismo “del cambio” el resultado sería desastroso. Una gran mayoría de sus miembros acabaría purgado por “pequeñoburgués”, pues la mayoría de la gente, sea de la sensibilidad que sea (incluida la nuestra) se encuadra en el mismo perfil de sobretitulado de clase media con sus aspiraciones profesionales taponadas por la crisis de reproducción capitalista, siendo la política la única vía para reproducir ese estatus social. Por supuesto, la realidad es que nadie de Podemos se está “forrando” desde un punto de vista salarial, ya que los límites que existen en ese sentido son bastante razonables. También es cierto que casi toda la generación pos-15M que está en política de forma profesional está viviendo con un salario y condiciones de trabajo mucho mejores que si tuviera que enfrentarse al mercado laboral. Así que tengamos cuidado, tanto de darles mucho crédito a las quejas sobre su “sacrificio” y la “vida que se están dejando” por estar en política, como de convertirnos en la caricatura que Vázquez Montalbán hacía (sin duda injustamente, pero aun así es interesante como ejemplo) de Manuel Sacristán en “Asesinato en el Comité Central”: el intelectual desclasado, que extrema su obrerismo para tratar de compensar su culpa, pero que objetivamente, cumple la función de martillo de herejes del aparato burocrático.

¿Una política sin hegemonía?


El obrerismo estrecho, estético y vulgar, normalmente producto del complejo de clase media, idealiza los peores rasgos de las clases trabajadoras, obviando que una de las características básicas de la cultura de las clases populares bajo el capitalismo es “estar históricamente a la defensiva” (Gramsci). Para este obrerismo chusco, el proletariado es un sujeto orgánicamente lumpenizado, tosco y con una sensibilidad embrutecida. Puesto que el proletariado es así, debemos exaltar esos rasgos. Idealizar al proletariado no como producto de su lucha por la emancipación, sino como producto de la explotación capitalista: esa es la característica fundamental del "obrerismo" vulgar. Hay una serie maravillosa en Netflix llamada "The Get Down" sobre los orígenes del hip hop en EEUU a finales de los 70. Merece la pena verla, para comprender, a través de la historia de un rapero, cómo los intelectuales orgánicos de las clases subalternas surgen de lo que Stuat Hall llamó “subculturas de resistencia”, es decir, híbridos que surgen a partir de la tensión entre dotarse de mecanismos de identidad y de expresión propios, y a la vez, reapropiarse de la cultura existente, esto es, de la cultura dominante. Estos “intelectuales orgánicos” de clase no son, ni mucho menos, gente tosca y embrutecida, sino todo lo contrario: gente con sensibilidad, que quiere huir de la miseria cultural que produce el capitalismo en sus comunidades y que vive siempre en una tensión permanente. Por una parte, subsumirse en la comunidad, ser uno más, disolverse en la dureza del barrio, resignarse. Por otro, la vía de escape neoliberal, basada en el “sálvese quién pueda, en la ilusión de ser “especial"”: ir a la universidad, trabajar para un rico de becario, intentar ser como él, fugarse individualmente.

En “The Get Down” hay una escena que simboliza esa doble vía. El protagonista, rapero, poeta de talento, buen estudiante, se ve obligado a participar en un mitin del candidato a alcalde (un reaccionario conservador, amante del orden autoritario), en su barrio, delante de toda la gente joven que está construyendo esa nueva cultura llamada “hip hop”. Nuestro joven héroe, atrapado en esa ambivalencia entre la fidelidad a su comunidad y sus obligaciones profesionales, da un discurso lleno de referencias a la cultura popular del “Guetto” (grafittis, jam sesions) en un lenguaje comprensible para los suyos pero incomprensible para el político, que se queda encantado al escuchar aplausos y al imaginarse carretillas llenas de votos.

Lo que queremos decir con esto es que hay una intelectualidad de clase presente o latente que hay que explorar, dar protagonismo, y sobre todo, disputar para que construyan “clase” desde un punto de vista político y cultural. Como explica Fredric Jameson, ese modelo de “intelectual orgánico” de nuevo tipo no puede fundamentarse ni en el viejo sueño del ego burgués del supersujeto (único, especial, individualista, aislado de toda colectividad o por encima de ella) ni en el sujeto esquizofrénico de la lógica postmoderna, completamente despersonalizado y sólo arraigado a la lógica de la mercancía. Proponer un intelectual orgánico de nuevo tipo basado en un sujeto descentrado, en el que las historias individuales cuentan pero forman parte de un todo colectivo: quizás comenzar a ofrecer algo así para huir del “retrato del obrero embrutecido” y atraer hacia el compromiso político revolucionario (sí, hemos dicho revolucionario, porque sólo con la épica del “trepismo” y del ascenso individual en la “política del cambio” no haríamos más que reproducir lo que estamos criticando) a esos intelectuales orgánicos siempre presentes y muchas veces invisibilizados. Por si no hemos sido claros, podemos explicarlo de otra forma. Todos hemos conocido en un instituto público al chaval o la chavala con un interés por temas “raros”, pero que a la vez, estaba plenamente integrado en su barrio, a las y los que les interesa la política pero que no se encierran en ella como una forma de huir de la vida. Estos liderazgos naturales son los que tenemos que “seducir”, son los “que faltan”, son los intelectuales orgánicos que pueden construir comunidad porque son parte de ella, y no entes heterónomos, que pontifican sobre algo que no viven.

¿Una política sin clases?


Sin embargo, como reverso del “obrerismo” está el otro peligro: obviar el problema de los límites de la composición de clase de Podemos y de los dispositivos políticos post-15M, que al menos en un sentido activo, siguen estando monopolizados por el sector social arriba descrito, con los riesgos que eso supone. Esta argumentación suele basarse en lo siguiente: acusar a toda persona que plantee la cuestión de clase de “obrerista” para, en el fondo, mantener el monopolio de una determinada fracción social sobre la política. Eso sí, todo aliñado con una rimbombante fraseología laclausiana, hiperteoricista, sobre la “autonomía de lo político” y el “poder del discurso”, capaz de convertir a un puñado de intelectuales en la encarnación de un sujeto multiforme, pos-clasista, construido al gusto de los deseos de la vanguardia populista. A partir de una supuesta superación del esencialismo marxista, la concepción marxista del concepto de clase queda eliminada para poner en su lugar la primacía del discurso y su contingencia articulatoria, siendo “la clase” un caso posible más de articulación de “lo político”. De esta manera las clases sociales y la lucha que las definen no serían los vectores fundamentales a partir de los cuales podrían entenderse los fenómenos sociales, sino un caso posible más de articulación de lo político dentro de lo social. Esta concepción “postmarxista” de lo político se acerca a lo que Carl Schmitt entendía por clase y lucha de clases. Según éste, la lucha de clases sería contingente, una construcción discursiva (que diría Laclau) que puede darse o no darse en función de si un determinado grupo de individuos deciden unificarse en torno a esa noción y el antagonismo que la define. Por el contrario, para Marx la lucha de clases no es un elemento contingente de lo social, sino el único vector posible de inteligibildad de la misma que no se cuenta cuentos. Los sujetos sociales, lejos de ser indeterminados, ocupan posiciones materiales objetivas en la sociedad, posiciones que no son ni naturales ni fijas ni estables, sino resultado de una guerra constante que estabiliza y fija esas posiciones (dictadura de clase). No es una determinada lucha, o articulación antagónica, la que puede producir performativamente a “la clase”. Para Marx la sociedad está siempre (y con independencia de la conciencia que los individuos tengan de ello), dividida y atravesada por la lucha de clases, pues la noción de clase en Marx no alude a una identidad política posible, sino al juego antagónico objetivo que estructura a los individuos en la sociedad, la mayoría de las veces de manera inconsciente, pre-discursiva, y no reconocida, con la misma fuerza con la que los hechos materiales objetivos existen y se nos imponen con independencia y al margen de nuestras ensoñaciones subjetivas (esas que en el capitalismo del emprendimiento nos hacen creer que todo es posible a base de voluntad y, quién sabe, quizás también a base de performatividad discursiva). En otras palabras, la lucha de clases no es nunca un resultado posible (ni de una toma de conciencia, ni de una construcción discursiva) sino el meollo en el que, con mejor o peor fortuna, siempre nos encontramos. Ilustraremos esto con un ejemplo.

En su respuesta a John Lewis, Althusser critica a un cierto marxismo “sociológico” que entiende las clases como equipos de rugby separados que pudiesen entrar o no en conflicto, esto es, unas clases respecto a las cuales la lucha sería un elemento contingente. Recuerda esta concepción a la crítica católica del marxismo que una vez leímos en un libro de texto. Según este texto, la Iglesia condenaba el marxismo porque éste proponía la lucha como medio de solucionar los conflictos entre clases, lo cual es tan absurdo desde un punto de vista marxista como decir que la Iglesia condena a Newton porque este “propone” la ley gravitacional como forma de mediar las relaciones entre los planetas. Pues bien, el “postmarxismo” laclausiano (o al menos el que se esgrime desde ciertos sectores de la intelectualidad de Podemos) está en absoluta continuidad con esta tesis cuando hace de la “lucha de clases” una articulación antagónica y discursiva más entre otras posibles.

La única diferencia con el marxismo sociológico estribaría en su supuesto “antiesencialismo” al no dar por supuesta la existencia previa de clases sociales que pudiesen entrar o no en lucha. Pero este “antiesencialismo” oculta, en el fondo, otro esencialismo aún más burdo y en consonancia con la ideología neoliberal del emprendimiento, a saber, un esencialismo basado en la indeterminación de los sujetos que pueden libremente decidir “construir” su identidad o su estilo de vida en función de articulaciones discursivas contingentes. La política sería así un juego constante de creación ex-nihilo de identidades basado en nominaciones y juegos de lenguaje que pudiesen dar cualesquiera sentidos a la realidad. De esta manera la práctica política se resume en marketing, juegos de discurso, genialidades mediáticas, e identificaciones con símbolos o liderazgos. El paciente y difícil trabajo de transformar la materialidad efectiva (no discursiva) de las relaciones humanas queda obviado a la par que invisibilizado. Y es a la vez, en este punto, donde el problema de la clase se hace vital. Pues si bien es cierto que el proletariado puede luchar por su servidumbre como si se tratara de su salvación, y que por lo tanto, su constitución como agente político encaminado a la autoemancipación no está garantizada de antemano, no menos cierto es que ninguna otra clase puede realizar, en su lugar, esta emancipación. La representación política, el márketing, y todo lo relacionado con la política-espectáculo, puede resultar no ser más que un medio de autoconstitución de ciertas clases medias en clase política, si no va a acompañado del abandono de la posición de pasividad contemplativa en el que este tipo de políticas suelen relegar a las clases “nominadas” y “articuladas discursivamente” mediante estos mecanismos de identificación.

¿Por donde empezar?


Vamos a ponernos un poco leninistas para terminar. Cuando Lenin comenzó a pensar la cuestión de la organización revolucionaria en “¿Por dónde empezar?” y “¿Que hacer?” tenía un par de cosas claras. La primera, que el embrión del “partido de los de abajo” iba a tener un origen pequeño burgués e intelectual. Este punto de partida no era producto de ninguna teorización previa, sino de la constatación de que en Rusia, los primeros en desgajarse del bloque de poder habían sido los intelectuales pequeño burgueses, encarnados en el movimiento populista (los narodniki), muchos de ellos desgajados de la aristocracia terrateniente. La segunda, que la clase trabajadora y el campesinado, es decir, las clases productoras de riqueza (“el pueblo”), eran las clases fundamentales para construir una voluntad colectiva alternativa al zarismo. Es cierto que Lenin siempre insistió en el rol central y dirigente del proletariado en su forma industrial y que la composición de clase en el capitalismo tardío es mucho más multitudinaria que en la Rusia zarista. Pero las dos ideas fundamentales de Lenin nos siguen pareciendo vigentes: que la construcción de un sujeto antagonista nunca es previa a la lucha y que por lo tanto puede empezar por un lugar “imprevisto”, pero que ese comienzo no debe confundirse con el final. Los hijos de las clases medias en crisis han sido los primeros en comenzar la lucha contra el régimen. No pasa nada: ahora se trata de incorporar a “los que faltan”/1. De la presencia y capacidad de marcar el ritmo del proceso por parte de las clases trabajadoras, de su auto-actividad, de su capacidad de ser dirigentes en la lucha política (¿qué eran sino los soviets?) depende una cuestión fundamental: ¿hasta dónde queremos llegar en ese proceso que llamamos “cambio”?

8/10/2017

Brais Fernández, militante de Anticapitalistas y miembro de la redacción de VIENTO SUR; Raúl Parra, militante de Anticapitalistas.

Notas:

1/ No nos da tiempo a desarrollar a fondo el argumento, pero el tema merece como mínimo un pequeño apunte. Ernesto Laclau insiste mucho en su, por otra parte magnífico libro, “Política e ideología en la teoría marxista” (escrito antes de su giro pos-estructuralista) en la necesidad de ganar a las clases medias para la causa revolucionaria, considerándolas el centro en disputa en una sociedad capitalista avanzada y por lo tanto, el sector decisivo a la hora de decantar la relación de fuerzas. Discutiendo de forma muy interesante con Trotsky, analiza como caso paradigmático el ascenso del nazismo en Alemania durante los años 30. Sin invalidar toda la reflexión de Laclau, sería importante recordar que la situación ha cambiado drásticamente. Si en la Alemania de Weimar la principal característica de la formación política era la existencia de dos partidos obreros de masas, sólidos y orgánicos (el KPD y el SPD) y una gran volatilidad de las clases medias, durante los últimos 30 años la política en Occidente ha estado marcada por el retroceso y descomposición del movimiento obrero y el monopolio de la política de las clases medias. El sector decisivo, muchas veces, es esa clase obrera fordista en retroceso y sin adscripción orgánica estable, como se ha demostrado en el Brexit y en el triunfo de Trump.

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